martes, marzo 20, 2018


Amparo Dávila: entre el crepúsculo y la noche

En mi condición actual, fue para mí una experiencia realmente fantástica (con las muchas resonancias que pueda tener esa palabra) acompañar a la maestra Amparo Dávila en la celebración de su cumpleaños número noventa. Como algo insólito, desde que arrancó ese día empecé a toparme con algunos de los personajes que habitan sus relatos. Al salir de casa, por ejemplo, al bajar por las escaleras, entre el piso tercero y el segundo, hallé, sentado, a un hombre notoriamente triste, flaco y macilento… Por su delgadez pensé en el artista del hambre de Franz Kafka; luego recordé el “Fragmento de un diario”, cuento que abre Tiempo destrozado (1959), y me dije: este es aquel que se describe a sí mismo como un virtuoso del dolor. No estaba ahí por los sismos, o quizás sí: había encontrado en ellos otra forma de afinar su práctica, pues ya se sabe que durante los temblores las escaleras suelen ser los lugares más propicios para el desastre. Quizá esperaba que sonara una vez más la alerta sísmica para alcanzar el 7º grado, no en la escala de Richter, ya en desuso, sino en la escala del dolor.
Seguí mi camino. Como todas las mañanas, de lunes a viernes, tomé el autobús que va a Ciudad Universitaria. Encontré asiento en la tercera fila a la izquierda, junto a una mujer con un peinado alto de salón que así nomás, como si me conociera, o no importándole si nos habíamos visto antes o no, empezó a relatarme que muchos años vivió en provincia con un marido déspota que una vez llevó a su casa a un ser tenebroso, ni gato ni perro, un algo que le causaba a ella gran temor y era para él completamente inofensivo… Acaso por los hijos había podido la mujer sobrellevar hasta entonces ese terrible matrimonio; pero esa presencia turbia terminó con la poca paz que le quedaba. Me contó que incluso ese ser intentó un día devorar al hijo de Guadalupe, la empleada doméstica.
—Esta situación no puede continuar —le dijo Guadalupe.
—Tendremos que hacer algo y pronto —contestó ella.
—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
—Solas, es verdad, pero con un odio…
Para esto, del lado izquierdo ya se veían los Viveros de Coyoacán y la mujer se bajó del autobús sin terminar el cuento (cómo es que se deshicieron de aquello que las atemorizaba), en la esquina de Universidad y Minerva, frente al Sanborns… Aunque para entonces ya había entendido de qué se trataba: sería una jornada en la que los personajes de la narrativa de Amparo Dávila harían para mí apariciones inesperadas. Ya iban dos: el protagonista de “Fragmentos de un diario”, ese turbulento artista de dolor; y la relatora de “El huésped”, acosada por el marido y por ese organismo oscuro que en cierta forma lo representaba.
Me preparé así para lo que siguiera. Soñaba en la vigilia, con sueños que absorbían las ficciones de Amparo Dávila, a cuya revisión me había dedicado en las últimas semanas. Acaso era como una enfermedad, una fiebre ampárica o davilina, contraída en la lectura… Una angustia, también, que no se iba.
Ya éramos pocos en el autobús y un hombre de traje gris me preguntó cómo llegar a la estación de transportes foráneos más próxima. Le dije que si se bajaba en Miguel Ángel de Quevedo podría tomar otro autobús que lo llevara a la Central del Sur.
—¿A dónde viaja?
—Necesito un boleto de ida para cualquier parte —me dijo.
—Entonces bájese aquí, ya es Miguel Ángel de Quevedo.
Y me hizo caso.
Me habría servido tener cerca, como si fueran programas de mano y yo estuviera en una ininterrumpida función teatral, los libros de Amparo Dávila (a saber, Tiempo destrozado, de 1959; Música concreta, de 1961; Árboles petrificados, de 1977, y Con los ojos abiertos, de 2008), para que cada aparición me remitiera al cuento referido. Hasta entonces no era difícil adivinarlo: “Fragmentos de un diario”, “El huésped” y “Un boleto para cualquier parte”… En el portafolios sólo traía el tomo del Fondo de Cultura Económica con su Poesía reunida, que recoge tres libros de los años cincuenta: Salmos bajo la luna (1950), Perfil de soledades (1954) y Meditaciones a la orilla del sueño (1954), y una última sección, El cuerpo y la noche, con versos escritos entre 1965 y 2007.
Pensé entonces esto: en principio Amparo Dávila fue poeta. Sus primeros libros de versos, escritos bajo la guía del cura Joaquín Antonio Peñalosa, son anteriores a los cuentos. Podría decirse que en ellos están plasmadas en metáforas las horas del día en que se moverán los relatos, entre el crepúsculo y la noche, que marcan a la vez el tránsito entre la vida y la muerte. “Me sorprendo cercana de la noche”, dice en Perfil de soledades. Y podríamos seguir así, citando versos suyos, con ejemplos que insisten en ese paisaje, ese horario o ese tiempo: “Llevo una voz sin sol”; “Escucho, desde la orilla de la tarde”; “No hay ámbito que nos proteja/ de los ojos que acechan en la noche”; “A la orilla del sueño”; “a la orilla de la tarde”; “La noche inmensa,/ y frente a la noche/ la rosa, suspensa”… Incluso en los poemas posteriores (los que van de 1965 a 2007) lo crepuscular y lo nocturno persisten: “La noche es una ala negra/ que se extiende/ y envuelve en su negrura”; “La noche hunde/ su prestigio de tigre/ muerde al sueño/ y al cuerpo/ el tigre de la noche/ en el agua”… Así hasta las líneas finales, en donde parece atisbarse un raro despertar, pues “la ciudad se va quedando/ despoblada de sueño/ como luna colgada/ en el desierto”.
La poesía, así, fija el tiempo y la imagen de los relatos (entre el crepúsculo y la noche, insisto), en donde esto se desarrollará ya de modo anecdótico y sorpresivo.
Para esto ya estaba en la parada última de Ciudad Universitaria, y me dirigí a mi oficina… Pero tenía fiebre, y acudí al servicio médico del campus, donde me atendió una enfermera de ojos azules y de nombre Jana, en la que percibí, cuando tomaba mis signos vitales, un olor penetrante a formol y blasoformo. Me dijo que trabajaba por las tardes en un anfiteatro, en el norte de la ciudad, con un doctor Hoffmann…
Claro, E. T. A. Hoffmann: Amparo Dávila no escribió a ciegas. En su primer libro puso dos pistas muy claras sobre sus influencias. Una referida a Kafka, en “Fragmentos de un diario”; y otra a Hoffmann, en “La quinta de las celosías”, con ese patólogo que es el superior inmediato de la enfermera Jana… Recuerda Jacobo Siruela, en su Antología universal del relato fantástico, que cuando acusaron a Poe de ser adepto de Hoffmann, éste respondió: “El horror no viene de Alemania, proviene del alma”. Lo mismo podría decir Amparo Dávila.
Ella es parte de un paisaje en el que ubico a Alfonso Reyes, Francisco Tario, Juan José Arreola, Leonora Carrington, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Adela Fernández, entre otros. Su perfil más significativo es el horror. Ocurre que la literatura fantástica mexicana ha sido leída de forma aislada, fragmentando los hallazgos y no hay aún una visión integral. Por ello suelen cometerse injusticias, olvidando de pronto a autores fundamentales. Creo que Amparo Dávila dialoga sobre todo con Francisco Tario, e incluso veo coincidencias: entre “El huésped” y “El mico”, por ejemplo, a la vez coincidentes con la “Casa tomada” de Cortázar (esa amenaza ambigua que irrumpe en el hogar); o entre “La noche de Margaret Rose” y “El entierro”, relatos en los que el fantasma se sorprende de serlo.
Siempre hay algo bestial en sus relatos… y esa realidad extraña suele venir del interior de sus personajes. Su terror es interno, mas no sólo psicológico. Hay fronteras entre la realidad y el sueño por las que navega con un barco hábil que sabe ir de aquí para allá. Crea un misterio que no se pierde cuando el texto concluye.
En una carta a la autora, escribe Julio Cortázar: “Muchas gracias por Música concreta, y por volver a encontrar la dedicatoria que tanto nos conmueve a Aurora y a mí. Quise leer el libro de corrido, sin esos ‘cortes’ que enfrían el clima de la lectura, y esperé a un fin de semana en que estaba seguro de que no me interrumpirían. Estoy muy contento de haber leído así los cuentos, porque puedo decirte que de la suma de todos ellos se desprende una atmósfera común que le da una gran unidad y una gran fuerza al volumen. Creo que lo que más me gusta en tus relatos es lo que podríamos llamar su razón de ser, el impulso que te llevó a escribirlos; en otras palabras, eso que el lector común llama ‘la idea’, o ‘el argumento’, pero que los veteranos en estas cosas sabemos que viene de más atrás y que precede al tema. Cada uno de los relatos se basa en una situación de una tremenda fuerza; no es que la idea haya sido desarrollada con una técnica destinada a darle esa fuerza, sino que la raíz del cuento en ti me parece tremendamente fuerte, inevitable. Quizá la excepción sea ‘Arthur Smith’, que es más literario por decirlo de algún modo (y muy brillante, dicho sea de paso); pero todos los otros son como explosiones, como algo que estaba acumulándose y que de golpe se abre paso. He tenido esa sensación con cada nuevo relato que releía o que conocía por primera vez. Ya me dirás algún día si verdaderamente acierto en esto, pero creo que sí”.
La dedicatoria de la que habla Cortázar es la de “El entierro”, que cierra ese volumen; el cuento es para Julio y Aurora Cortázar.
Se anunciaba la tarde. Había ido de una alucinación a otra. Me encontré durante esa jornada con María Camino y la señorita Julia; con Arthur Smith y Matilde Espejo; con los gatos Moisés y Gaspar, y vi a Durán siguiendo a Durán. Debía presentarme al anochecer, en Bellas Artes, en la Sala Manuel M. Ponce, en el homenaje a Amparo Dávila por su cumpleaños número noventa. Resolví como pude los asuntos de la oficina. Tomé diversos transportes para estar, en una hora propicia, en el Centro de la Ciudad de México. En un semáforo me detuvo un cortejo fúnebre. Un hombre y yo, ambos de traje oscuro y con sombrero negro (mismo que al instante llevamos al pecho, en señal de respeto), nos quedamos fijos en la esquina al paso de unos camiones especiales llenos de personas enlutadas; después siguió una carroza negra nada ostentosa, común y corriente, sin galas.
—Debe ser un entierro modesto —murmuró mi vecino.
Detrás de la carroza varios camiones llevaban grandes ofrendas florales, coronas enormes y costosas.
—Entonces se trataba de una persona importante —comenté.
Venía después el automóvil de los deudos, un Cadillac negro.
—Es igualito a mi coche —dijo el hombre, e hizo una pausa—. ¡Oh! Es mi mujer y son mis hijos. ¡Es mi cortejo fúnebre!
El tipo se puso pálido al reconocerse como el muerto. ¿Y qué soy yo entonces?, me pregunté. ¿Acaso también soy un fantasma?
Se me vinieron a la mente estas líneas del relato “Árboles petrificados”: “Tal vez ya estamos muertos… Tal vez estamos más allá de nuestro cuerpo…”
En esa condición posiblemente mortuoria acudí al homenaje a Amparo Dávila. Quizá ahora que lo cuento, al terminar de escribir estas palabras, de pronto desaparezca.

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* Una versión de este texto fue leída en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes el martes 20 de febrero, en la víspera del cumpleaños noventa de Amparo Dávila.

Marzo 2018

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