martes, octubre 31, 2017


Francisco Tario, entre Reyes, Borges y Fuentes

Por décadas, el mejor recurso para ubicar, o desubicar, a Francisco Tario (nacido Francisco Peláez Vega, 1911-1977), ha sido remitirse a aquello que escribió José Luis Martínez en el prólogo a La puerta en el muro (1946): “Tratando de encontrar el origen de esta complejidad espiritual he pensado en los nombres de Villiers de L’Isle Adam, de Barbey D’Aurevilly y aun del Marqués de Sade. Más tarde he averiguado con decepción para mis suposiciones que Francisco Tario aún no los conoce y no tiene un gran interés por ellos”.
Las figuraciones de Martínez marcaban un parentesco que, al instante, la respuesta burlona de Tario parecía rechazar (pues no era sólo no haberlos leído sino tampoco interesarse por hacerlo). En la nota original, de febrero de 1943 (luego incluida en Literatura mexicana. Siglo XX. 1910-1949), en donde reseñaba La noche (1943), el crítico extendía esa familiaridad a Schwob y Huysmans, para enseguida decir: “Cierta eficaz adjetivación, perceptible aquí y allá en estos cuentos, y caracterizada por el uso de un adjetivo de naturaleza contraria a su correspondiente sustantivo, puede llevarnos también a suponer un contacto con las obras de Jorge Luis Borges y la Antología de la literatura fantástica, de huellas muy claras en el cuento llamado ‘La noche de Margaret Rose’”.
Pese a todo (es decir, pese a la aparente resistencia del autor por inscribirse en una corriente literaria), el mapa de las lecturas de Tario empieza a configurarse. La cercanía fortuita con un centenar de libros que le pertenecieron (a los que tengo acceso gracias a Julio Farell, colección que he bautizado como la biblioteca de un fantasma) me ha llevado a confirmar, y acaso precisar en su puntería, algunas de esas tempranas intuiciones de José Luis Martínez.
En cuanto al primer grupo, hallé tres títulos afines a ese orbe extraño que señala el crítico. Uno es Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont, en edición de 1925 de la Biblioteca Nueva de Madrid, con traducción de Julio Gómez de la Serna y prólogo de Ramón Gómez de la Serna. Los otros volúmenes son de la editorial Losada de Buenos Aires: Los niños terribles de Jean Cocteau, impreso en 1938 (y al parecer, por una indicación a lápiz, leído entre marzo y abril de 1940), y Los poetas malditos de Paul Verlaine, editado en 1942.
En Cocteau, el lector Tario señala tres pasajes significativos.
Uno: “Sin Pablo, aquel coche hubiera sido un coche; aquella nieve, nieve; aquellos faroles, unos faroles; aquel regreso, un regreso. Él era demasiado torpe para crearse por sí mismo la embriaguez; Pablo le dominaba, y su influencia lo había transfigurado todo a la larga. En vez de aprender Gramática, Cálculo, Historia, Geografía, Ciencias naturales, había aprendido a dormir despierto un sueño que le coloca a uno fuera de todo alcance y que presta nuevamente a los objetos su verdadero sentido. Las drogas de la India hubiesen obrado menos sobre aquellos niños nerviosos que una goma o que un portaplumas mascados a escondidas detrás de sus pupitres”.
El segundo: “En la alcoba subió, en cierto modo, al cielo de su infierno. Vivía, respiraba. Nada le inquietaba, y no sintió nunca el temor de que sus amigos se entregasen a las drogas, porque obraban ya bajo la influencia de una droga natural, celosa, y porque tomar drogas hubiese sido para ellos como poner blanco sobre blanco, negro sobre negro”.
Y: “Los sueños permiten escuchar esos pasos pesados que se acercan y piensan, prestándonos un andar más ligero que un vuelo, combinando ese peso de estatua con la agilidad de los buzos bajo el agua”.
Interesa a Tario esa droga natural que es la imaginación, definida en Cocteau como un dormir despierto, y asentada claramente en la experiencia onírica.
En cuanto a Los poetas malditos, estos son, para Verlaine, uno Arthur Rimbaud, otro Stephan Mallarmé y uno más el mismísimo Villiers de L’Isle Adam, entre otros. Supo Tario, pues, de este último, aunque no lo reconociera así ante José Luis Martínez.
De Lautréamont podría también decirse mucho, pero quizá se requiera más espacio para hacerlo (lo haré acaso en otra dimensión, en un universo paralelo), y ahora hay que desviarse para llegar a Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes.
Al leer La noche, Martínez pensó al instante en Borges y la Antología de la literatura fantástica. En mi revisión de la biblioteca de Tario encontré la primera edición, de 1940; y recuérdese que éste inicia su andar literario en 1943… Por lo que en todos los casos hasta ahora referidos (Lautréamont, Cocteau, Verlaine y la antología de Borges, Bioy y Silvina Ocampo) estamos ante el equipaje formativo de un escritor que hizo de lo fantástico y lo extraño sus principales divisas. El “origen de esa complejidad espiritual”, que preocupó a Martínez, viene un poco (o un mucho) de estos autores.
Pero también está Alfonso Reyes, de quien Tario tenía una buena colección de primeras ediciones. Destaca Fuga de Navidad, edición argentina de 1929 ilustrada por Norah Borges, por ser una joya bibliográfica; otros son Los dos caminos (1923), impreso en España; Dos o tres mundos (1944), de Letras de México; A lápiz (1947) y De viva voz (1949), de Editorial Stylo; Calendario y Tren de ondas (1947), de Edición Tezontle; La X en la frente (1952), de Porrúa, y Obra poética (1952), del FCE... Y hallé, claro, El plano oblicuo (1920), también impreso en España, acaso en edición de autor.
Habrá que detenerse en este último título por lo que representa para la historia de la literatura fantástica… Pero antes podrían hallarse afinidades diversas con Francisco Tario en el desarrollo de Reyes como cuentista. Hay una antología reciente de sus relatos, con selección de Alicia Reyes y prólogo de Enrique Serna (Cuentos, Océano, 2016), que sigue un estricto orden cronológico y nos facilita el ejercicio de espejeo.
Por ejemplo: en mayo de 1946, justo en la época en que Tario se encuentra con Acapulco, Reyes escribe “La venganza creadora”, narración ubicada en ese puerto. Algo más: “La mano del comandante Aranda”, de febrero de 1949, que acaso evoca la mano real de Obregón que se exhibió por muchos años en el Parque de la Bombilla, y en cuyas páginas se recuerda a Maupassant y Nerval, se relaciona con un cuento que Tario escribió por ese tiempo a sus hijos, “Dos guantes negros” (que se conocería póstumamente), y podría hallarse incluso una intersección de esas dos narraciones en el pasaje siguiente: “La mano, así, recordó muchas cosas que tenía completamente olvidadas. Su personalidad se fue acentuando notablemente. Cobró conciencia y carácter propios. Empezó a alargar tentáculos. Luego se movió como tarántula. Todo parecía cosa de juego. Cuando, un día se encontraron con que se había calzado sólo un guante y se había ajustado una pulsera por la muñeca cercenada, ya a nadie le llamó la atención”.
En Reyes la mano se mueve como tarántula. Tario describe al guante como “una gran araña negra que trepaba hacia el techo”.
Y al fin está la estampa “Érase un perro” de Reyes (fechada el 27 de diciembre de 1953), que podría dialogar con “La noche del perro” de Tario, cuento publicado diez años antes.
En El plano oblicuo Francisco Tario encontró “La cena”, que es, de amplias maneras, un relato inaugural, pues abre ese conjunto de cuentos y diálogos, primero, y suele considerarse, además, como punto de arranque de la moderna literatura fantástica. Según Alicia Reyes, Borges le confesó un día: “Yo era un Borges antes de leer ‘La cena’ y uno, muy diferente, después”. (Y habría que preguntarse aquí por qué Borges no lo incluyó en su antología.)
Enrique Serna describe así este cuento: “Ensoñación juvenil con una mórbida carga de erotismo lúgubre, en la que se difuminan los contornos entre la realidad y las apariencias, o entre los cuerpos y las sombras, su atmósfera de pesadilla lúbrica reside no tanto en la irrupción de lo sobrenatural, sino en la percepción distorsionada del protagonista, como si el deseo que lo arrastra a la cena tuviera la propiedad alucinatoria del opio. El presentimiento del placer y la revelación del horror, dosificados a la perfección, confieren a este cuento ya clásico un encanto imborrable”.
Se suelen construir puentes entre “La cena” y Aura (1962), de Carlos Fuentes (por la llegada de un hombre a una casa antigua en la que habitan dos mujeres, una joven y otra mayor, argumento que está también en Henry James y al que Fuentes volverá en varias ocasiones, no siempre con buena fortuna). Propongo aquí considerar, entre “La cena” y Aura, “La noche de Margaret Rose”, uno de los cuentos de La noche (1943), descrito así por Jacobo Siruela (quien lo recoge en su Antología universal del relato fantástico): “conserva durante todo el relato un clima onírico hasta desembocar en la sorpresa final que lo aclara todo”.
Véanse, si no, sus afinidades: lo que dispara las tres narraciones es una invitación. En Reyes, una esquela breve y sugestiva: “Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...” En Tario, también unas pocas líneas: “Margaret Rose Lane, inglesa, de 28 años, casada con un multimillonario yanqui, lo invita a usted muy íntimamente a jugar al ajedrez el sábado en la noche”. Y en Fuentes, el anuncio en un periódico que parece dirigido a una sola persona: “Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio”.
En los tres casos, la cita provoca un extraño reencuentro del protagonista consigo mismo. Más que un viaje al pasado, es el regreso a un tiempo sin tiempo, la eternidad de los fantasmas.
Al calificar esa noche relatada en “La cena” como fantástica, en Reyes se precisa que se trataba de una fantasía “hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible”, algo parecido a lo que dijo Tario a José Luis Chiverto en aquellas entrevistas realizadas a finales de los sesenta y comienzos de los setenta en España: “Ante todo convendría hacer notar que lo verdaderamente fantástico, para que nos convenza, nunca debe perder contacto con la llamada realidad, pues es dentro de esta diaria realidad nuestra donde suele tener lugar lo inverosímil, lo maravilloso”.
Asimismo, Fuentes asienta su relato fantástico en dos realidades muy claras: la intervención francesa del siglo XIX y la Ciudad de México de principios de los años sesenta del siglo XX. La situación de Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, puede ser incluso expuesta en números: gana novecientos pesos mensuales como profesor auxiliar en escuelas particulares y le atrae el anuncio en el diario porque le ofrece primero tres mil y luego cuatro mil pesos.
Ese apoyo de lo fantástico en la vida cotidiana está en el género desde sus inicios, es decir desde Hoffman.
Por cierto: cuenta Julio Farell (y no me dejará mentir) que era común ver al joven Carlos Fuentes en la casa de Etla 24, no como asistente a las tertulias sino como un escritor principiante que llevaba a Tario sus primeros cuentos para que se los revisara. Debió tratarse de los borradores de Los días enmascarados (1954), título cuya edición original (en la colección Los Presentes, con Juan José Arreola como editor) también forma parte de la biblioteca del fantasma.
Se crea así una figura con múltiples ramificaciones, en un trazo que va de Reyes a Borges, de Borges a Tario y de éste a Fuentes… con un dibujo final (al que se agregan Lautréamont, Cocteau y Verlaine) que se diluye en el misterio.
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Una versión de este texto abrió el II Coloquio Internacional de Literatura Fantástica: la Narrativa Fantástica Mexicana a las Puertas del Mictlán, organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Octubre 2017

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