domingo, junio 11, 2017


Había mucha Rivera Garza o Juan Rulfo o no sé qué

Es cierto que a ratos a la sociedad literaria mexicana le da por convertir a Juan Rulfo (1917-1986) en una especie de costal en el que se practican golpes de maledicencia. Como a Cervantes, a quien se le llamó “ingenio lego”, de Rulfo suelen afirmarse sus incapacidades para concluir sus obras, sobre todo Pedro Páramo. Según aquello que José Emilio Pacheco describió como una “administrativa calumnia” (en su Inventario del 1 de agosto de 1977), para dar forma final a la novela Rulfo requirió del apoyo de Juan José Arreola o Alí Chumacero o Antonio Alatorre… Igualmente se ha hablado de la influencia que en él tuvo Efrén Hernández, y que luego de su fallecimiento no pudo seguir escribiendo (porque era quien le revisaba sus originales); y el mismo Rulfo contribuyó a ese mito raro de su ineptitud creadora al asegurar que había dejado la literatura porque se le murió el tío Celerino, que era el que le contaba todas esas historias.
En cuanto a Cervantes, como recuerda Francisco Ayala, corre la “vulgarizada tesis según la cual el autor del Quijote habría sido un pobre hombre, genio inconsciente sin capacidad para percatarse de la especie de criatura que engendraba”. Entiende el cervantista que lo portentoso suele identificarse con lo sagrado, por lo que puede atribuirse la creación de esa gran novela —o mejor, su revelación— a circunstancias de milagro, “entre ellas la que da esa revelación por cumplida a través de un inocente, ajeno al valor sublime que le era confiado”.
De un modo similar ha sido visto Juan Rulfo, como un inocente… y aunque las exploraciones en su vida y sus libros derrumben esos mitos, aparecen otros para oscurecer su figura, acaso por lo que dije al comienzo: que a ratos a la sociedad literaria mexicana le da por convertir a Juan Rulfo en una especie de costal en el que se practican golpes de maledicencia.
Había mucha neblina o humo o no sé qué (Random House, 2016), de Cristina Rivera Garza, tira algunos jabs que no dan en el blanco. En el primero incluso oculta el guante al hacer la denuncia de un modo indirecto y con recursos melodramáticos; es cuando la autora se apersona en San Juan Luvina, Oaxaca (sitio lejano a la geografía rulfiana, con la sola coincidencia del nombre de unos de los relatos de El Llano en llamas), y encuentra a una mujer, Felipa Reynalda Bautista Jiménez, quien así reacciona al oír el nombre del escritor: “Claro que lo conocía. Era ese señor que había dicho muchas mentiras del lugar donde ella vivía, ¿no era así?” (p. 17)
Buscar a Rulfo en Luvina, Oaxaca, y no en el cuento “Luvina”, de El Llano en llamas, ya implica una confusión entre el mapa y el libro, como si el GPS de Rivera Garza se hubiera desprogramado. El reclamo, además, busca conmover a las almas puras: Rulfo mintió, lo hizo al retratar Luvina.
Algo parecido ocurrirá páginas más adelante, cuando se indague en el tiempo en que Rulfo trabajó como asesor para la Comisión del Papaloapan, cuando la asistente de un archivista (sic) suelte a quemarropa (“sin ningún asomo de alevosía o de sarcasmo”): “¿Usted quiere ver las fotos del que ayudó al desalojo de los indios en el Papaloapan?” (p. 119)
Hay todo un capítulo, el tercero (“Angelus novus sobre el Papaloapan”), dedicado a este tema. Parece tratarse de algo muy grave. Rivera Garza cree, con Ricardo Piglia, que puede contarse la vida de un artista según los oficios que ha tenido, sus formas de ganarse el pan. Con esto volveríamos a Sainte-Beuve, quien buscaba integridad en los escritores: que sus obras literarias estuvieran en concordancia con un modo de vida recto… Por eso Sainte-Beuve (como refiere Proust en su célebre alegato) rechazaba a Baudelaire o Nerval, sus contemporáneos, porque no estaba de acuerdo en la manera como ordenaron (o desordenaron) su existencia.
Con Rulfo se trata de investigarlo, con ojo judicial, en las chambas que tuvo. Y sancionarlo al contraponer esos trabajos con el discurso crítico que se adivina en su narrativa. No se piensa en los apuros del paterfamilias por equilibrar sus finanzas, sino en el intelectual que debe actuar conforme a sus principios. ¿Fue agente de ventas para la llantera Goodrich Euzkadi? Mal, muy mal, por ser empleado de una empresa que veía a la República mexicana como un largo camino de asfalto. ¿Fue promotor de esa comisión gubernamental que transformó una zona del país con afanes modernizadores? Peor aún, porque en el proceso se arrasó con muchos pueblos. ¿Trabajó para el Instituto Nacional Indigenista? Tache, cómplice de los gobiernos priistas. ¿Fue becario del Centro Mexicano de Escritores, en donde terminó su libro de cuentos y la novela? Huy, esa institución recibía apoyo de la CIA. (Por lo que todos los que pasamos por ahí, incluida la propia Rivera Garza, somos ya, desde ahora, sospechosos comunes e incluso se nos podría acusar de traición a la patria.)
No exagero. En cuanto a la Comisión del Papaloapan “se trataba de legitimar un proyecto monumental y caro”; y se contrató “a ese escritor que acababa de publicar un par de libros bien recibidos por la prensa y que justo terminaba un periodo de dos años como becario en el Centro Mexicano de Escritores. Juan Rulfo, la creciente reputación de Juan Rulfo, tendría que dar fe del cambio” (p. 118).
Es ingenuo pensar en una creciente reputación literaria de Rulfo en aquella época. Cuando reseña Pedro Páramo, Alí Chumacero valora “la primera novela de nuestro joven escritor” (Revista de la Universidad, abril de 1955). Rulfo era sólo eso, un principiante, alguien que daba sus primeros pasos en las letras; y dudo que el astuto gobierno alemanista fuera en su busca para legitimar uno de sus proyectos más significativos.
El Rulfo de Rivera Garza, su Rulfo, es un “agente de la más pura modernidad de mediados del siglo” y la ensayista apunta hacia lo que considera como un ambivalente punto de vista (el choque entre obra y vida) del que “ve con melancolía hacia atrás y actúa, al mismo tiempo, a favor de los vientos del progreso” (p. 136).
Según el diagnóstico casi judicial de Rivera Garza, poco puede hacerse por el pobre Rulfo: “Empleado por los empresarios y la burocracia estatal de la más activa modernidad de medio siglo, Rulfo acudió a esos sitios, y lo constató todo. Habría un mundo atrás, en efecto, desapareciendo bajo los embates de presas y nuevos cultivos, sistemas de riesgo y corrupción, y había un mundo adelante, hacia donde lo arrastraba el viento del que él mismo formaba parte, que se negaba a ver de frente. Ése era el mundo que él mismo, en esos empleos, contribuyó a construir. Ése era el mundo que, detrás de los reflectores, al amparo del INI, contribuyó a develar para la nación a través de la edición y la publicación de libros antropológicos y etnográficos. Ése era el mundo ante el cual, al menos literariamente, guardó silencio” (p. 139).
Vuelvo al símil boxístico y veo aquí a un retador que salta al cuadrilátero y tira golpes no al oponente sino a su sombra, y no a la sombra real sino a una algo difusa que el mismo púgil ha imaginado. Así gasta su energía; pero no da pelea. Pocos entienden su estrategia; y se derrumbará a medio combate por agotamiento. Se juzga, en tal caso, un proyecto de gobierno y se le pone el rostro de uno de sus empleados más humildes y discretos, como si Rulfo hubiera sido el urdidor de todo, la eminencia gris del alemanismo. Y para denunciarlo (Rulfo mentiroso, Rulfo malvado, Rulfo cómplice, Rulfo traidor, Rulfo canalla) la herramienta mayor es una prosa que se empantana en el giro telenovelero.
Un libro que no va a ningún lado, o que tiende a decir nada cuando parece querer decirlo todo, se recupera en sus últimas páginas, cuando se examina a los personajes femeninos en la obra de Rulfo: “Es claro que las ánimas que se pasean por Comala purgando culpas y murmurando historias son ánimas sexuadas. Al contrario del dios al que increpa Susana San Juan en uno de sus ardientes monólogos, a Rulfo no sólo le interesan las almas, sino más bien, acaso sobre todo, los cuerpos: las marcas de esos cuerpos, las interacciones de esos cuerpos, las transgresiones de esos cuerpos” (p. 153).
Ése es el libro que debió escribir Cristina Rivera Garza, ahí es donde la autora se mueve en un territorio que le es propicio y en el que consigue notables hallazgos interpretativos… Pero antes se desvió, tomó el freeway equivocado hasta terminar en un callejón sin salida, quizá porque había mucha neblina o humo o no sé qué.

Mayo 2017

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