domingo, junio 11, 2017


Geografías excéntricas de Juan Rulfo

El carácter excepcional de la obra de Juan Rulfo (1917-1986) lleva a los críticos a observarlo desde dos perspectivas extremas: aislar la obra de su contexto literario y cultural (al considerarla, como dijo Tomás Segovia, un “puro milagro”) o presentarla como imitación directa de otras escrituras. En los dos casos se falla (al reducir al personaje a un solo aspecto, sea la originalidad silvestre o el supuesto plagio), pues un autor es la summa tanto de sus vivencias como de sus lecturas, y en Rulfo esto no corre en paralelo sino que está perfectamente imbricado: lo que fue, lo que leyó… e incluso lo que vio y escuchó.
No todos los caminos llevan a El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), pero sí hay unos que muy claramente avanzan en esa dirección. Transito ahora algunos, desde mi perspectiva no muy frecuentados, no para restar originalidad a esos títulos; se trata sólo de asomarse a lo que pudo haber contribuido al desarrollo de una obra ciertamente breve mas de tal manera sustanciosa (o sustancial) que llevamos ya varias décadas intentando descifrarla (y así seguiremos). Y revisaré además cómo esa misma descolocación pudo haberse extendido a otros ámbitos.
Una influencia probable, ya examinada por Douglas J. Weatherford, es la de la cinta Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, que presenta grandes semejanzas con Pedro Páramo. En el ensayo final del Tríptico para Juan Rulfo (2006, recopilación coordinada por Víctor Jiménez, Alberto Vital y Jorge Zepeda), el especialista estadunidense revisa esos contactos entre filme y novela. Queda la duda de si Rulfo vio la cinta, pues no hay testimonio de que así haya sido. Ésta se estrenó en la Ciudad de México el 6 de junio de 1941, y habrá llegado a Guadalajara semanas o meses más tarde. Allá o acá, tuvo que haberla visto, dado su gusto por el espectáculo cinematográfico.
Aun cuando se carezca de esa certeza (el documento que pruebe que Rulfo vio la película), algunas señas parecen indicar que sí hubo acercamientos; por ejemplo, el que en unos primeros apuntes Susana San Juan recibiera el nombre de Susana Foster, lo que la emparenta con Charles Foster Kane, el protagonista de la cinta, y Susan Alexander, su segundo esposa.
Del ejercicio comparativo se obtienen numerosas coincidencias. Cito a Weatherford: “Para ambos protagonistas la notoriedad personal es transitoria, ya que la modernidad nacional llega a significar la pérdida de su poder. Xanadu se transforma en un mausoleo y Comala en una tumba. Además, como metáfora de su decadencia, ni Kane ni Páramo dejarán un heredero. La extinción de la línea familiar en ambas obras sugiere que el carácter nacional ha cambiado y que hombres como Pedro Páramo y Kane han llegado a ser reliquias cuyo lugar ya no se encuentra asegurado en el mundo moderno. Ninguno de los dos textos ha de ser leído como una afirmación de las virtudes del siglo XX. No obstante, cada uno parece indicar que la muerte del personaje principal masculino —símbolo de un orden social, político y económico superado e injusto— ofrece la oportunidad de un nuevo comienzo”.
Está, también, el asunto de la infancia robada o pérdida: a Kane le ocurre cuando su destino es puesto en las manos de un banco y un tutor, circunstancia que lo aleja de sus padres; en Pedro Páramo está la orfandad temprana, que es un golpe fuerte. Ambos, a pesar de su rudeza, sienten nostalgia por aquel universo en que crecieron, en un caso representado por Susana San Juan, la compañera de juegos; y en el otro a través de Susan Alexander, por una esfera de nieve encontrada en la habitación de ella y que traslada a Kane, en la memoria, al paisaje de su niñez y al trineo Rosebud, su último recuerdo antes de morir.
Además de todo lo que se puede encontrar al comparar la novela con el filme, que es mucho, las fechas encajan, ya que Rulfo pudo haberse encontrado con la cinta justo cuando en su mente se cocinaba el proyecto novelístico… por lo que Ciudadano Kane puede ser considerada una de las muchas influencias que contribuyeron a dar forma a Pedro Páramo.

Piedras y más piedras

Otra, sin duda, es Ramuz. En la edición moderna de Derborence (Nortesur, Barcelona, 2008) se incluye, en la contraportada, esta declaración de Rulfo: “[Me hubiera gustado escribir] sobre todo una: Derborence, del gran narrador suizo Charles-Ferdinand Ramuz”. Es algo que dijo a José Emilio Pacheco en aquella entrevista (“Imagen de Juan Rulfo”) que se publicó el 20 de junio de 1959 en el suplemento México en la Cultura del periódico Novedades, y que in extenso se lee así: “La sola enumeración de mis preferencias me llevaría muchas horas. Leo tanto y tan desordenadamente que por eso no aprendo. Antes de tomar la pluma abro un libro de Hamsun. Su lectura me baja a la tierra, me vuelve al origen. Hay muchas obras que me gustaría haber escrito, pero sobre todo una: Derboranza, del gran narrador suizo Charles-Ferdinand Ramuz, tan despreciado y tan desconocido”.
Por el título que da (Derboranza), se ve que leyó la primera versión al castellano (Editorial Juventud, Barcelona, 1947; la publicación original es de 1934), a cargo de Carlos Ventura. Rulfo, que era alpinista, habrá disfrutado un libro sobre las montañas. Éste abre con una conversación en una cabaña entre un hombre viejo y otro joven, en la que este último casi no habla, que es un anticipo de “Luvina”. La charla ocurre un 22 de junio hacia las nueve de la noche; y más tarde la montaña caerá sobre las cabañas de los campesinos y los enterrará, transformando a Derborence en un lugar de muertos.
Piénsese en este sitio (“inmenso agujero de forma oval”) como un antecedente de Comala: “Derborence es como la aparición del invierno en pleno verano, porque allí habita la sombra durante casi todo el día. Incluso cuando el sol está en su punto más alto en el cielo. Y no se ven más que piedras y piedras y más piedras”.
Lo que sorprendió a Rulfo en Derborence no fue sólo la historia; sino además, o sobre todo, la forma de contarla: un modo de narrar a la vez seco y poético que parece nacer de las mismas rocas. Dice Déborah Puig-Pey Stiefel que un lenguaje-pulso, un lenguaje-respiración es lo que Rulfo encuentra en Derborence “en un pueblo desolado cuyo silencio bombea la sangre de los muertos”.
Una descripción como la siguiente tuvo un eco directo en la obra futura: “se dice ‘allá arriba’ cuando se viene de Valais, pero si viene de Anzeindaz se dice ‘allá abajo’ o bien ‘allá al fondo’”. En Pedro Páramo queda así: “Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja”.
Algunas de las creencias que circulan en la novela del escritor suizo también tendrán repercusiones en Rulfo; como aquello de que los muertos pueden parecer vivos, aunque sólo sean sus espíritus los que deambulan: “Cómo se lamentan y se desesperan, pues no han encontrado el descanso. Tienen forma de cuerpo, pero sin nada dentro, y son carcasas vacías; sólo ellas hacen ruido por la noche, y se las ve, ¿verdad?”
O: “Porque están con vida y ya no están con vida; siguen en la tierra y ya no están en la tierra. […] A lo mejor tienen que pasar por el purgatorio en el mismo lugar donde murieron, pues murieron sin sacramento… Por eso vienen hasta aquí a quejarse ante nosotros… […] Salen porque nos necesitan… A lo mejor nos ven y nos reconocen, aunque ya sólo sean aire…”

Novelas poéticas

El juego planteado es un tanto alevoso porque tenemos las piezas del rompecabezas ya más o menos acomodadas… y lo complicado fue crear el rompecabezas. En ambos casos (Ciudadano Kane y Derborence), es como si dos estampas con escenas del todo distintas al superponerlas a Pedro Páramo coincidieran en muchos de sus elementos. Es decir, la relación no se da tanto en la superficie sino en su configuración; hay que imaginar a un joven Rulfo que asimiló esas experiencias artísticas (al ir a una sala cinematográfica o leer un libro) para integrarlas, consciente o inconscientemente, a una idea de novela que se cocinaba en su interior: una historia en fragmentos de un hombre que se hace poderoso mientras se aísla de los otros y termina muy lejos de sí mismo; otra sobre campesinos suizos resignados a vivir en un páramo que los aniquila… Y hay más.
Un día, Juan Rulfo le confesó al escritor argentino José Bianco que La amortajada (1938) de María Luisa Bombal era un libro que lo había impresionado mucho en su juventud. A partir de ello, Bianco propone: “Quizá en Pedro Páramo podríamos discernir alguna influencia de La amortajada”.
Otro argentino, por cierto, Jorge Luis Borges, intentó convencer a la autora chilena de no escribir esa novela: “Yo le dije que ese argumento era de ejecución imposible y que dos riesgos lo acechaban, igualmente mortales: uno, el oscurecimiento de los hechos humanos de la novela por el gran hecho sobrehumano de la muerta sensible y meditabunda; otro, el oscurecimiento de ese gran hecho por los hechos humanos. La zona mágica de la obra invalidaría la psicológica o viceversa; en cualquier caso, la obra adolecería de una parte inservible”.
Y no ocurrió así: en lugar de eliminarse, ambos elementos (lo humano y lo sobrehumano) se fortalecieron. Acaso estemos ante una manifestación temprana del realismo mágico. Y tal vez, para seguir con el tono especulativo de Bianco, esa misma fórmula es la que da sustento a Pedro Páramo.
Hay otra anécdota de cómo Rulfo pudo encontrarse con La amortajada: refiere el crítico Emmanuel Carballo, quien fue vecino de Rulfo (vivían en el mismo edificio, en Tigris 84, entre Lerma y Pánuco, en la colonia Cuauhtémoc), que al corregir él para el Fondo de Cultura Económica pruebas de la Historia de la literatura hispanoamericana de Enrique Anderson Imbert, cuando llegó al punto en que se hablaba de María Luisa Bombal y su novela bajó corriendo al departamento de Rulfo y le dijo:
—Mira, Juan, lo que acabo de encontrar: lo que tú estás haciendo lo hizo María Luisa Bombal en La amortajada.
Cuenta Carballo en Protagonistas de la literatura mexicana: “Esa mañana, juntos, nos dimos a la tarea de conseguir La amortajada, novela que en cierto sentido coincidía con la que Rulfo estaba escribiendo. La encontramos en la antigua librería Robredo. Rulfo la leyó de inmediato y cambió la estructura del libro. Estaba a punto de comenzar la Semana Santa, y Juan, a quien le habían extraído la dentadura, aprovechó esos días para escribir febrilmente una nueva versión de la novela. El personaje fundamental, Susana San Juan, desapareció y en su lugar surgió como protagonista Pedro Páramo”.
Con Rulfo ocurre algo bastante extraño: quienes dicen haber estado cerca del proceso de escritura de su novela suelen contar historias delirantes o que no encajan del todo. Eso es prácticamente normal cuando se trata de Rulfo y Pedro Páramo. Acá lo tenemos, primero, refiriendo a Bianco su encuentro temprano con La amortajada; luego está Carballo, quien sitúa ese hallazgo alrededor de la Semana Santa de 1954… Puede ser.
¿En qué se parecen La amortajada y Pedro Páramo? Prima facie, en el hecho de que los muertos no están del todo muertos. La protagonista de Bombal tienen conciencia de su condición de recientemente fallecida; y así, hasta cierto punto liberada de la vida, narra un último proceso, en el lento camino del velorio a la tumba: “Había sufrido la muerte de los vivos. Ahora anhelaba la inmersión total, la segunda muerte: la muerte de los muertos”.
En Rulfo, claro, esa segunda muerte parece no tener fin: los muertos no mueren del todo, siguen su existencia en ese pueblo de fantasmas como si nada hubiera pasado, y suelen incluso tener coloquios entre ellos. Comala, diría Cyril Connolly, es una tumba sin sosiego.
La influencia mayor de Bombal, me parece, no está en esa afinidad argumental (aquello de que con la muerte arranque la historia), sino en la forma fragmentaria de concebir una novela. Tanto La amortajada como Pedro Páramo siguen ese régimen. Quizá Rulfo, si le creemos a Carballo, se sorprendió menos por la coincidencia de tratar con muertos-vivos que por la forma de narrar de Bombal, quien presumía de “hacer poesía con la prosa”, y su construcción en bloques como si se armara un prosemario. Una y el otro (o los otros, si sumamos a Ramuz) escribieron novelas poéticas.
Debe decirse, por último, que hay una diferencia radical entre La amortajada, profunda, entrañablemente femenina, novela de humedades; y Pedro Páramo, una novela más bien seca y masculina… que tiene, no obstante, esos pasajes en los que Susana San Juan expresa sus deseos más acuosos.

Lecturas formativas

En varias páginas de Apuntes de Arreola en Zapotlán (2004; segunda edición, 2014), de Vicente Preciado Zacarías, en donde se transcriben los dichos de Juan José Arreola sobre muchos temas, hay referencias a las que pudieron ser las lecturas formativas de Rulfo. Dos cree Arreola que fueron significativas: los escritores rusos posteriores a la Revolución y William Faulkner.
De este último asegura Arreola que sin duda Rulfo leyó El sonido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930) y ¡Abasalón Absalón! (1936); y que el relato “Todos los aviadores muertos” anticipa su mundo de espectros. “Rulfo se entiende mejor a través de Faulkner”, dice Arreola.
En cuanto a los otros, expone que Guillermo Rousset Banda proveía al grupo de amigos ejemplares de la Revista de Occidente en la que aparecían traducciones de los rusos. Asegura Arreola: “Los cuentos rusos crean la atmósfera en la que se mueve su pensamiento y sus esquemas sintácticos”.
Y da algunos ejemplos interesantes: en Saschka Yegulev (1911), de Leonid Andréiev, “la banda de rebeldes le otorgó a Rulfo el sentido del lenguaje en comunidad y la imagen del héroe, prototipo del pantocrátor derrotado”; “El niño”, de Vsevakid, y Los tejones (1925), de Leonid Leonov, “le dieron el paisaje: Juan describe el llano jalisciense como los rusos describieron la estepa”; “El farol”, de Yevgueni Zamiatin, “le procuró a Rulfo el sentido de la fatalidad en el ser humano, principalmente en el indígena y el campesino”; en El tren blindado n. 14-69 (1922), de Vsevolod Ivanov, “está el flashazo, la instantánea como táctica narrativa”; y en “La vieja”, de Lidia Seifulina, “los diálogos tajantes de la madre y Antipka, el hijo, son patéticos; esquemáticamente iguales a los de Pedro Páramo”.

La llegada

Encuentro, también, algunas semejanzas (que pueden ser sólo eso) con La invención de Morel (1940), del argentino Adolfo Bioy Casares… Aunque quizá se trate de un principio en el que muchos relatos se parecen: la llegada de un hombre a un lugar (un pueblo o una isla) en donde empiezan a ocurrir sucesos que uno llamaría fantásticos o sobrenaturales, aunque en el caso de Bioy hay al fin una explicación que parece razonable o científica (la activación por la marea de un reproductor de hologramas). En los dos casos alguien vivo llega con los muertos y se integra a ellos.
También ocurre así en Aura (1962), de Carlos Fuentes, cuando el joven historiador ingresa a un edificio de la calle de Donceles, en el Centro de la Ciudad de México… El motivo del arribo al sitio encantado es frecuente en las novelas de caballerías; y la vuelta a casa tendría como fuente original, sin duda, la Odisea de Homero. En literatura todo avance es un retorno.
La influencia de Rulfo en la narrativa latinoamericana empieza a notarse en los años sesenta. Si se ha especulado aquí sobre los caminos que tomó Rulfo para llegar a Comala y alrededores; también puede pensarse en aquellos que lo siguieron. Uno fue el mexicano Fernando del Paso, cuya novela José Trigo (1966) tiene, entre muchas otras fuerzas motrices (Joyce o Falukner), un enorme aliento rulfiano. Y otro es José Donoso, quien en El lugar sin límites (1966) lleva a un fundo (o hacienda) de Chile la base rulfiana de un cacique que controla la vida de todos los que viven ahí.
Lo rulfiano también se desarrolla en la narrativa del escritor chihuahuense Jesús Gardea, más en el modo de escribir (un ritmo, una respiración) que en los temas, en un orbe simbólico (heredero de Comala) que es Placeres…
Pero éste, el de la influencia de Rulfo, es un tema que acaso habrá que explorar con mayor detalle en el futuro.
Y en cuanto a sus lecturas, uno siempre se quedará corto. En la exploración la biblioteca se amplía de forma considerable: dos o tres títulos se transforman en docenas de ellos. El lector de Rulfo sabe que atrás de cada línea hay una summa de experiencias vitales y toda una literatura, que pudo ser leída ordenada o desordenadamente pero que ahí está. En este recuento apenas apareció, al paso, el noruego Kunt Hamsun, del que también gustaba Efrén Hernández, maestro de Rulfo…
En Noticias sobre Juan Rulfo (2004; segunda edición, 2017), Alberto Vital agrega a los nombres de Ramuz y Hamsun (sin considerar en primera instancia a Bombal, Faulkner o a los autores rusos) a Jean Giono, Rainer Maria Rilke y Hermann Broch, para decir: “Por eso el concepto de influencia no basta para acercarse a Rulfo: no se avanza cuando sólo se busca rastrear y demostrar tal o cual eco en los cuentos o en las novelas, como si el autor no hubiera tenido el propósito de hacer que los lectores percibieran justo las resonancias de varias literaturas; de hecho, allí se encuentra uno de los efectos y de los secretos de Rulfo: en una capacidad de síntesis para reunir en textos breves registros que aprovechan, depurándolos, legados fundamentales del repertorio literario”.
Y no se ha hablado aquí de la literatura mexicana, y en específico la novela de la Revolución o la novela cristera, que Rulfo conoció muy bien… Todo esto (y más) quedó fundido en un par de libros que sólo en ese sentido, como concentración de un destino y sus estímulos artísticos, es un puro milagro.

Mayo 2017

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Había mucha Rivera Garza o Juan Rulfo o no sé qué

Es cierto que a ratos a la sociedad literaria mexicana le da por convertir a Juan Rulfo (1917-1986) en una especie de costal en el que se practican golpes de maledicencia. Como a Cervantes, a quien se le llamó “ingenio lego”, de Rulfo suelen afirmarse sus incapacidades para concluir sus obras, sobre todo Pedro Páramo. Según aquello que José Emilio Pacheco describió como una “administrativa calumnia” (en su Inventario del 1 de agosto de 1977), para dar forma final a la novela Rulfo requirió del apoyo de Juan José Arreola o Alí Chumacero o Antonio Alatorre… Igualmente se ha hablado de la influencia que en él tuvo Efrén Hernández, y que luego de su fallecimiento no pudo seguir escribiendo (porque era quien le revisaba sus originales); y el mismo Rulfo contribuyó a ese mito raro de su ineptitud creadora al asegurar que había dejado la literatura porque se le murió el tío Celerino, que era el que le contaba todas esas historias.
En cuanto a Cervantes, como recuerda Francisco Ayala, corre la “vulgarizada tesis según la cual el autor del Quijote habría sido un pobre hombre, genio inconsciente sin capacidad para percatarse de la especie de criatura que engendraba”. Entiende el cervantista que lo portentoso suele identificarse con lo sagrado, por lo que puede atribuirse la creación de esa gran novela —o mejor, su revelación— a circunstancias de milagro, “entre ellas la que da esa revelación por cumplida a través de un inocente, ajeno al valor sublime que le era confiado”.
De un modo similar ha sido visto Juan Rulfo, como un inocente… y aunque las exploraciones en su vida y sus libros derrumben esos mitos, aparecen otros para oscurecer su figura, acaso por lo que dije al comienzo: que a ratos a la sociedad literaria mexicana le da por convertir a Juan Rulfo en una especie de costal en el que se practican golpes de maledicencia.
Había mucha neblina o humo o no sé qué (Random House, 2016), de Cristina Rivera Garza, tira algunos jabs que no dan en el blanco. En el primero incluso oculta el guante al hacer la denuncia de un modo indirecto y con recursos melodramáticos; es cuando la autora se apersona en San Juan Luvina, Oaxaca (sitio lejano a la geografía rulfiana, con la sola coincidencia del nombre de unos de los relatos de El Llano en llamas), y encuentra a una mujer, Felipa Reynalda Bautista Jiménez, quien así reacciona al oír el nombre del escritor: “Claro que lo conocía. Era ese señor que había dicho muchas mentiras del lugar donde ella vivía, ¿no era así?” (p. 17)
Buscar a Rulfo en Luvina, Oaxaca, y no en el cuento “Luvina”, de El Llano en llamas, ya implica una confusión entre el mapa y el libro, como si el GPS de Rivera Garza se hubiera desprogramado. El reclamo, además, busca conmover a las almas puras: Rulfo mintió, lo hizo al retratar Luvina.
Algo parecido ocurrirá páginas más adelante, cuando se indague en el tiempo en que Rulfo trabajó como asesor para la Comisión del Papaloapan, cuando la asistente de un archivista (sic) suelte a quemarropa (“sin ningún asomo de alevosía o de sarcasmo”): “¿Usted quiere ver las fotos del que ayudó al desalojo de los indios en el Papaloapan?” (p. 119)
Hay todo un capítulo, el tercero (“Angelus novus sobre el Papaloapan”), dedicado a este tema. Parece tratarse de algo muy grave. Rivera Garza cree, con Ricardo Piglia, que puede contarse la vida de un artista según los oficios que ha tenido, sus formas de ganarse el pan. Con esto volveríamos a Sainte-Beuve, quien buscaba integridad en los escritores: que sus obras literarias estuvieran en concordancia con un modo de vida recto… Por eso Sainte-Beuve (como refiere Proust en su célebre alegato) rechazaba a Baudelaire o Nerval, sus contemporáneos, porque no estaba de acuerdo en la manera como ordenaron (o desordenaron) su existencia.
Con Rulfo se trata de investigarlo, con ojo judicial, en las chambas que tuvo. Y sancionarlo al contraponer esos trabajos con el discurso crítico que se adivina en su narrativa. No se piensa en los apuros del paterfamilias por equilibrar sus finanzas, sino en el intelectual que debe actuar conforme a sus principios. ¿Fue agente de ventas para la llantera Goodrich Euzkadi? Mal, muy mal, por ser empleado de una empresa que veía a la República mexicana como un largo camino de asfalto. ¿Fue promotor de esa comisión gubernamental que transformó una zona del país con afanes modernizadores? Peor aún, porque en el proceso se arrasó con muchos pueblos. ¿Trabajó para el Instituto Nacional Indigenista? Tache, cómplice de los gobiernos priistas. ¿Fue becario del Centro Mexicano de Escritores, en donde terminó su libro de cuentos y la novela? Huy, esa institución recibía apoyo de la CIA. (Por lo que todos los que pasamos por ahí, incluida la propia Rivera Garza, somos ya, desde ahora, sospechosos comunes e incluso se nos podría acusar de traición a la patria.)
No exagero. En cuanto a la Comisión del Papaloapan “se trataba de legitimar un proyecto monumental y caro”; y se contrató “a ese escritor que acababa de publicar un par de libros bien recibidos por la prensa y que justo terminaba un periodo de dos años como becario en el Centro Mexicano de Escritores. Juan Rulfo, la creciente reputación de Juan Rulfo, tendría que dar fe del cambio” (p. 118).
Es ingenuo pensar en una creciente reputación literaria de Rulfo en aquella época. Cuando reseña Pedro Páramo, Alí Chumacero valora “la primera novela de nuestro joven escritor” (Revista de la Universidad, abril de 1955). Rulfo era sólo eso, un principiante, alguien que daba sus primeros pasos en las letras; y dudo que el astuto gobierno alemanista fuera en su busca para legitimar uno de sus proyectos más significativos.
El Rulfo de Rivera Garza, su Rulfo, es un “agente de la más pura modernidad de mediados del siglo” y la ensayista apunta hacia lo que considera como un ambivalente punto de vista (el choque entre obra y vida) del que “ve con melancolía hacia atrás y actúa, al mismo tiempo, a favor de los vientos del progreso” (p. 136).
Según el diagnóstico casi judicial de Rivera Garza, poco puede hacerse por el pobre Rulfo: “Empleado por los empresarios y la burocracia estatal de la más activa modernidad de medio siglo, Rulfo acudió a esos sitios, y lo constató todo. Habría un mundo atrás, en efecto, desapareciendo bajo los embates de presas y nuevos cultivos, sistemas de riesgo y corrupción, y había un mundo adelante, hacia donde lo arrastraba el viento del que él mismo formaba parte, que se negaba a ver de frente. Ése era el mundo que él mismo, en esos empleos, contribuyó a construir. Ése era el mundo que, detrás de los reflectores, al amparo del INI, contribuyó a develar para la nación a través de la edición y la publicación de libros antropológicos y etnográficos. Ése era el mundo ante el cual, al menos literariamente, guardó silencio” (p. 139).
Vuelvo al símil boxístico y veo aquí a un retador que salta al cuadrilátero y tira golpes no al oponente sino a su sombra, y no a la sombra real sino a una algo difusa que el mismo púgil ha imaginado. Así gasta su energía; pero no da pelea. Pocos entienden su estrategia; y se derrumbará a medio combate por agotamiento. Se juzga, en tal caso, un proyecto de gobierno y se le pone el rostro de uno de sus empleados más humildes y discretos, como si Rulfo hubiera sido el urdidor de todo, la eminencia gris del alemanismo. Y para denunciarlo (Rulfo mentiroso, Rulfo malvado, Rulfo cómplice, Rulfo traidor, Rulfo canalla) la herramienta mayor es una prosa que se empantana en el giro telenovelero.
Un libro que no va a ningún lado, o que tiende a decir nada cuando parece querer decirlo todo, se recupera en sus últimas páginas, cuando se examina a los personajes femeninos en la obra de Rulfo: “Es claro que las ánimas que se pasean por Comala purgando culpas y murmurando historias son ánimas sexuadas. Al contrario del dios al que increpa Susana San Juan en uno de sus ardientes monólogos, a Rulfo no sólo le interesan las almas, sino más bien, acaso sobre todo, los cuerpos: las marcas de esos cuerpos, las interacciones de esos cuerpos, las transgresiones de esos cuerpos” (p. 153).
Ése es el libro que debió escribir Cristina Rivera Garza, ahí es donde la autora se mueve en un territorio que le es propicio y en el que consigue notables hallazgos interpretativos… Pero antes se desvió, tomó el freeway equivocado hasta terminar en un callejón sin salida, quizá porque había mucha neblina o humo o no sé qué.

Mayo 2017

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Rulfo y sus biógrafos

Como toda historia rulfiana, ésta empieza con la muerte… O quizá antes, pues Juan Rulfo (1917-1986) fue su primer biógrafo, y debe reprochársele su inexactitud, por ejemplo al referirse al lugar y año de nacimiento, que a veces es Apulco o San Gabriel o Sayula y en 1916, 1917 o incluso 1918, como si el afán por hacer ficción, una vez que cerró la obra, se hubiera extendido al relato de su vida. En las entrevistas, le gustaba sorprender con lo que hoy llamaríamos “verdades alternas” sobre su presente y su pasado.
Esto crea un raro principio de incertidumbre en torno a su persona y sus escritos. Incluso en algo tan aparentemente simple como enlistar sus títulos se arman discusiones instantáneas: unos dicen que es autor de un libro de cuentos (El Llano en llamas, 1953) y una novela (Pedro Páramo, 1955), no más de eso; y otros agregan, como segundo trabajo novelístico, El gallo de oro (1980), escrito para el cine. Un hilo suelto más: la palabra “Llano”, ¿se escribe con mayúsculas o con minúsculas? Hay defensores de una y otra forma.

Arreola, biógrafo equívoco

Al correr por el mundo la noticia de su muerte a los 67 años de edad —el martes 7 de enero de 1986 en su casa de la calle Felipe Villanueva 98, departamento 301, colonia Guadalupe Inn, Distrito Federal—, los reporteros se encontraron con la obligación de contar a los lectores quién fue y qué hizo. Un libro que refleja ese momento es Los murmullos: antología periodística en torno a la muerte de Juan Rulfo (1986), con materiales seleccionados por Alejandro Sandoval, Felipe de Jesús Hernández y Arturo Trejo Villafuerte.
Se incluye ahí una crónica de Carlos Monsiváis sobre lo que aconteció en el velatorio de la agencia Gayosso de Félix Cuevas, en particular lo que decía ahí, hablándole a la viuda y otros dolientes, Juan José Arreola. Éste contó de un día, en la Sala Manuel M. Ponce, de Bellas Artes, en que Rulfo participó en un ciclo confesional, y pidió que subiera Arreola para que hablara de él; y ocurrió que lo que decía Arreola, lo contradecía Rulfo; que tal cosa no pasó en ese pueblo sino en este otro; que Fulano no se ordenó de sacerdote…
Y se crea aquí un nuevo laberinto, pues si Rulfo gustaba reinventarse, ese desapego por lo cierto (o amor a lo simbólicamente exacto, diría Borges) era también natural en Arreola. ¿Cómo pedir “verdad” en lo narrado a dos extraordinarios fabulistas? Por su cercanía con el personaje, en los meses siguientes el autor de La feria y Confabulario se convertiría, a los ojos de los reporteros, en fuente primaria para saber de Rulfo; pero debe entenderse que lo que Arreola decía de Rulfo, en este caso decía tanto de uno como del otro y acaso poco verdadero de ambos.
Así, con esta idea de visitar Arreola para que retratara a Rulfo, fue como se presentaron, el jueves 23 de enero de 1986, Vicente Leñero, Armando Ponce y Federico Campbell en un departamento de la calle Guadalquivir, colonia Cuauhtémoc, Ciudad de México, para una larga charla que luego Leñero presentaría como “entrevista en un acto”. El libro se llama ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? (1987).
Arreola será, pues, un biógrafo equívoco de Rulfo (como el mismo Rulfo lo era), o una fuente para saber de él cosas hasta cierto punto ciertas… como aquello, que debe ser pura invención (porque se ha investigado, y el original del Centro Mexicano de Escritores, que Rulfo ya había entregado cuando se topa con Arreola, es similar al del Fondo de Cultura Económica), de cómo Arreola manejó las cuartillas del manuscrito como si fueran naipes y dio su forma definitiva a la novela, para decirle: “No te hagas bolas, Juan: Pedro Páramo es así”.
Otra antología periodística que toca aspectos biográficos es Rulfo en llamas (1988), con materiales aparecidos en el semanario Proceso, con temas variados: los indígenas, el homenaje del Estado y el conflicto con el Estado (cuando dijo que en México se había logrado la tranquilidad y se habían evitado los golpes de Estado gracias a la corrupción y el enriquecimiento de los generales, lo que ameritó incluso una corrección presidencial), los 30 años de Pedro Páramo, la polémica con la editorial Grijalbo (al publicarse la antología Para cuando yo me ausente) y la muerte.
Uno de los hijos, Pablo (en entrevista con Armando Ponce), habla de lo que era convivir con el silencio rulfiano: “Lo que afectaba es que no hubiera… comunicación. Pero era de él ese espacio. Y muchas veces no hay por qué compartirlo. Hay cosas íntimas que no se pueden compartir. Quizá él no pensó si lo compartía o no. Él era así. Básicamente era un ser melancólico. Eso se respira donde vivió, en los paisajes de su infancia. Ahí sólo se puede cuidar vacas o ser melancólico”.

Alteraciones y omisiones

Dos biógrafos tempranos fueron Ramiro Villaseñor Villaseñor (Juan Rulfo: biobibliografía, 1986) y Federico Munguía Cárdenas (Antecedentes y datos biográficos de Juan Rulfo, 1987), investigaciones regionales hechas con la intención de buscar el dato duro básico, como las actas de registro y bautismo. Según el primer documento, ante el teniente coronel Francisco Valdés, presidente municipal de Sayula y encargado del Registro Civil, el día 24 de mayo de 1917 compareció el ciudadano J. Nepomuceno Pérez Rulfo, casado, agricultor de 28 años de edad, originario y vecino de esa ciudad, quien expuso “que en la casa número 32 de la calle de Francisco y Madero nació en 3er lugar y a las 5 de la mañana del día dieciséis del actual el niño que presenta vivo a quien puso por nombre Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno”.
Según Munguía, en el segundo documento el nombre varía: Carlos Juan Nepomuceno. Por otra parte, la premisa de Villaseñor es de nuevo inevitable: que la biografía de Juan Rulfo está llena (y lo estará perpetuamente, agrego) de alteraciones y omisiones.
Novelar la vida del escritor es lo que buscó la catalana Nuria Amat en Juan Rulfo (2003), título inserto en una colección de Vidas Literarias. Encuentra un símil que parece afortunado con el escritor suizo Robert Walser. Dice: “Walser, como ocurre también con Rulfo, es un artista. No es un intelectual. Asume que no tiene nada que decir ni escribir aparte de lo que ya ha producido. Se siente acosado por la sociedad y los editores. Y sus reacciones son intempestivas en estas situaciones sociales. Tanto Walser como Rulfo se siente víctimas de conspiraciones de amigos y editores. Se sienten perseguidos”.
No con esa intención ficcional, pero en la práctica ejecutándola, aunque sin buen estilo, Juan Ascencio realizó Un extraño en la tierra (2005), con un subtítulo alarmista al parecer sugerido por los editores: Biografía no autorizada de Juan Rulfo. (Uno se pregunta: ¿no autorizada por quién? La respuesta viene más adelante.) Parte del principio de que trató a Rulfo, como apoderado legal y confidente, y por ello debemos confiar en lo que narra. Recrea, por ejemplo, aquella cena en casa de José Luis Martínez en la que al parecer tuvo Rulfo un altercado con Octavio Paz, quien lo zarandeó. Y vuelve al final, Ascencio, a la funeraria Gayosso y a Arreola, a quien, en una escena bufonesca, uno hincado y el otro de pie (la escena muy cerca del féretro con los restos mortales de Rulfo), Fernando Benítez perdona todos sus pecados.
Hay también un intento exhaustivo por recoger todo lo que se ha escrito sobre el jalisciense, con un amplio rastreo bibliohemerográfico, en Un tiempo suspendido: cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo (2008), de Roberto García Bonilla, que es un modelo para armar, pues se deja en manos del lector discernir si lo que se recoge es posible o imposible. Acepta las diversas versiones que puede haber, de nuevo, sobre el nacimiento del escritor (entre muchos otros temas), incluso dichas por él, como esta que dio a Jorge Rufinelli: “Nací en un pueblito muy poco conocido, Apulco, el 16 de mayo de 1918, pero muy poco después nos fuimos a San Gabriel”.
Según el crítico e historiador José Luis Martínez (citado por García Bonilla), en la región decir que se era de Sayula implicaba la mayor injuria e incluso se llegaba a los golpes. “Entonces, Juan hizo toda una serie de enredos para distraer la atención y negar así que hubiera nacido en Sayula”.
En cuanto a asuntos polémicos, en Un tiempo suspendido hay esta entrada referida a 1964: “La doctora Emma Dolujanoff confirmó al autor de esta cronología —en una conversación telefónica (en junio de 2002)— que el escritor estuvo en el sanatorio Floresta, de Tlalpan […], sometido a ese tratamiento [antialcohólico], aunque se negó a dar más datos sobre el tema. Nuria Amat afirma —también sin abundar— que en el Floresta, Rulfo recibió una cura antialcohólica. Ciertamente, este y otros hechos en la vida del escritor sólo se comprobarán con documentos hasta ahora desconocidos”.

O no sé qué

Y, por último, hay un libro reciente, Había mucha neblina o humo o no sé qué (2016), de Cristina Rivera Garza, que indaga en áreas que la autora considera poco exploradas. Este tomo amerita una revisión más detallada, porque tiene sombras y luces. Entre lo desconcertante se dice, con cierta ingenuidad, que Rulfo, “en tanto empleado de empresas y proyectos que terminaron cambiando la faz del país [durante el alemanismo], fue parte de la punta de lanza de la modernidad corrupta y voraz que, en nombre del bien nacional, desalojaba y saqueaba pueblos enteros para dejarlos convertidos en limbos poblados de murmullos”.
Como apunta Nuria Amat, Rulfo era artista, no un intelectual… y los trabajos que tuvo fueron alimenticios, sobre todo ante la urgencia de cumplir con sus responsabilidades familiares. Acusarlo, así, de colaboracionismo, o de que puso su fama de escritor al servicio del gobierno, es en este caso errar el tiro. Hay acusaciones indirectas a cargo de personajes secundarios: una nativa de Luvina, Oaxaca, señala a Rulfo por haber desprestigiado a su localidad, mas la del autor jalisciense es una Luvina irreal, no geográfica, y eso parecen no tenerlo claro ni la autora ni su informante; o la asistenta de un archivista lo tilda de cómplice de aquellos que reubicaron pueblos en Veracruz para la construcción de una presa…
En esos temas falla Cristina Rivera Garza. Ella insiste en que buscó hablar de su Rulfo, suyo de ella, con una rara comunión de amor y odio, enfrentado a esos extraños claroscuros: una narrativa vibrante y original que entra en contradicción, para ella, con sus múltiples chambas oficiales.
(Antes de entregar esta nota ha sucedido que la Fundación Juan Rulfo acusó al libro de Rivera Garza de ser difamatorio; y se pidió a la Universidad Nacional cancelar los homenajes del centenario que se realizarían durante la Feria del Libro y de la Rosa porque en el mismo espacio se presentaría Había mucha neblina… Es un libro con el que se puede no estar de acuerdo, pues tiene fallas claras; sin embargo, la censura está fuera de lugar y, contra lo pensado, como un bumerang, está ayudando a que el libro sea tomado en cuenta. No hay mejor publicidad que la censura.)

La biografía oficial

No obstante los prejuicios que pueda haber contra la Fundación Juan Rulfo por vigilar (a veces con celo excesivo) el nivel de lo que se escriba sobre su autor (y con atención al uso del nombre “Juan Rulfo” como marca registrada), en lo editorial no ha hecho mal las cosas. Y el título más completo (y más aterrizado), es sin duda el de Alberto Vital, Noticias sobre Juan Rulfo (2005), considerado como la biografía oficial, de la que se anuncia para este 2017 una nueva edición, aumentada y corregida. Vital va a los documentos y fija, o intenta hacerlo, una vida de por sí esquiva; las fotografías son un apoyo básico. Tuvo acceso a los archivos personales y se llega a estar muy cerca del personaje. Pese a ello, el escritor impone siempre la duda. Aquello del lugar de nacimiento, Vital lo resuelve de modo salomónico: “Si Juan Rulfo nació en Sayula, su lugar electo fue Apulco”.
En una página puesta a manera de prólogo en Noticias sobre Juan Rulfo, la viuda, Clara Aparicio, marca ese terreno variable y ondeante en el que se mueven los biógrafos de su esposo. Dice: “Hay tantas incógnitas en la vida de Juan que indagar en ella es entrar en un mundo de suposiciones y zonas inseguras”.
Esto refuerza, para doña Clara, lo que Rulfo apuntó: “Nadie ha recorrido el corazón de un hombre”.
De estar entre nosotros, tal vez haría lo que hizo en la Sala Ponce con su amigo Juan José Arreola: invitar a los biógrafos a relatar su vida, para enseguida dedicarse a contradecirlos.

Mayo 2017

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