martes, abril 18, 2017


Lectores de novelas semanales

Como una suerte de acto reflejo, luego de la lectura de la investigación de Yanna Hadatty Mora en torno a La Novela Semanal de El Universal Ilustrado (Prensa y literatura para la Revolución, UNAM/El Universal, 2016) acudí a mis libreros con el afán de encontrar restos de esa empresa periodístico-literaria de los años veinte del siglo pasado. Me preguntaba qué había sobrevivido de aquellos materiales que publicó, hace ya casi cien años (pues estamos por arribar a los veinte del siglo XXI), el editor Carlos Noriega Hope; y me pareció que una biblioteca personal como la mía, en gran parte dedicada a la literatura mexicana, aun con su modestia (o sus limitaciones) podía dar un diagnóstico aproximado en cuanto a la resistencia de las novelas cortas que ahí se generaron. ¿Cuántos textos salvaron el paso del tiempo? “El olvido es más tenaz que la memoria”, concluye Salvador Elizondo en Farabeuf. ¿Qué títulos, de los aparecidos en La Novela Semanal, fueron más tenaces que el olvido?
Uno sabe más o menos lo que tiene; uno se mueve por sus libros guiado por el orden alfabético, regularmente inevitable (aunque el desorden también tiene su lógica), y además por la memoria. Así llegué muy rápido al tomo de Obras de Gilberto Owen, que publicó el Fondo de Cultura Económica en 1979 (en el que participaron como recopiladores Josefina Procopio, Miguel Capistrán, Luis Mario Schneider e Inés Arreondo), en el que hallé, como primer texto de la sección dedicada a la prosa, La llama fría, narración fechada en México en 1925.
También se trataba de ponerse en situación de aquel que un jueves (el 6 de agosto de 1925, para ser exactos) compra su diario en el puesto de periódicos y acaso recibe, como bonus (o paga un extra por ello), una revista, El Universal Ilustrado, y con ella lo que hoy llamaríamos, acaso, una plaquette, de unas 30 páginas. El “suelto” literario viene ilustrado por Duhart… Estoy imaginando; habría que tener a la mano el par o el trío de impresos (periódico, revista y novela) para saber qué era o cómo era (cuánto pesaba, a qué olía) lo que recibía el lector de 1925; y habría que poseer una experiencia similar, en cuanto frecuentación de obras narrativas, para saber qué efectos ocasionaría ese relato amoroso frío, de un erotismo congelado pero llameante, de Gilberto Owen.
El arte no evoluciona, en el sentido darwiniano del término, pero sí se transforma. Lo que entonces llamaron literatura de vanguardia es hoy leído de otra manera, quizá con menos asombro. Cuando la gente iba entonces al cine, que era un lenguaje nuevo, se necesitaban puentes para preparar el cerebro a la experiencia, por lo que había en la sala relatores que describían lo que se desarrollaba en la pantalla, o músicos que daban ritmo y sentido a la vida fragmentada ahí expuesta. Había que aprender a ver el cine. ¿Cómo fue leída la historia de este joven protagonista que va en busca de la figura femenina que habitó sus húmedos sueños de infancia, a la que encuentra como una mujer más que madura?
Leemos, leyó (sentado en un café de chinos del centro de la ciudad) el lector de 1925: “Ernestina me va mostrando como a un médico su rostro marchito, su seno marchito, todo su cuerpo marchito, que ha desnudado para arrojarse al mar en un cansado salto sin gracia; nada silenciosamente, como una sirena envejecida que tomó un resfriado y perdió la voz; yo he crecido hasta la talla de Odiseo, y las algas me aprisionan, me retienen atado al mástil de la balsa; el viento marino trae sales que se pintaron de rojo en el crepúsculo, y me embadurna el cuerpo desnudo, disfrazándome de cardenal; Ernestina nada silenciosamente, como una sirena envejecida, en el mar sangriento”.
A estas alturas, o abismos, nos va llevando el libro de Yanna Haddaty. Somos, por un lado, quienes en 1925 compramos el diario y recibimos los jueves una revista y una novela. Somos, además, quienes casi cien años después absorbemos la historia de esa empresa periodístico-literaria y buscamos, como quien anda entre ruinas (y no en la hemeroteca sino en una biblioteca personal), lo que ha sobrevivido de esa historia. Ya tenemos un primer tesoro, que es “La llama fría”, de Gilberto Owen.
El prólogo de Alí Chumacero en el volumen de Obras de Owen no revista texto por texto, ofrece un paisaje amplio del autor; y da un dato que me parece relevante: Owen nació el 4 de febrero de 1904, por lo que (hace uno cuentas) el 6 de agosto de 1925, cuando aparece su nouvelle, tenía veintiún años cumplidos. Y dar espacio a las plumas jóvenes fue uno de los propósitos de Carlos Noriega Hope. En Gilberto Owen se cumplen la juventud y la novedad de la escritura.
Aunque pretenda una revisión imparcial de la colección literaria surgida de las páginas de El Universal, no es casual que en su libro Yanna Hadatty Mora se detenga sobre todo en las escrituras de vanguardia, que son, digamos, su tema personal, como queda claro al revisar, por ejemplo, La ciudad paroxista: prosa mexicana de vanguardia (2009). Y tampoco debe ser casual que de lo hallado a casi un siglo de distancia (aun en el espacio reducido de una biblioteca personal) sea eso precisamente lo que permanece.
Mi otra fuente para hallar restos de La Novela Semanal fue el tomo primero de la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX (1989) de Christopher Domínguez Michael. Me asomé, claro, a la ficha de Owen, en donde se dice que fue éste quien impulsó hacia la prosa de ficción a sus compañeros de generación con La llama fría, que apareció en La Novela Semanal de El Universal Ilustrado. Domínguez antologa Novela como nube (1928), que está en sintonía con lo marcado por el primer ejercicio novelístico.
Y antes de Owen, están Arqueles Vela y La señorita Etcétera, novela corta también aparecida en la colección referida. Christopher define a Vela como “el gran artífice olvidado de la vanguardia mexicana y el más importante de sus prosistas”; y asegura que con La señorita Etcétera se inaugura nuestra prosa de vanguardia. Recuerda que fue publicada en el formato de La Novela Semanal y que “abrió el camino del gran público para la literatura radical”.
Si viajamos al pasado y somos, de nuevo, aquel que va al puesto de periódicos, esta vez el jueves 14 de diciembre de 1922, y adquiere el diario, nos detendremos en el retrato de Arqueles Vela realizado por Manuel Gálvez y en las ilustraciones de Cas en ese tomito inserto en El Universal Ilustrado. Y pararemos luego en los textos, que son dos: la ya citada noveleta y el relato “Los espejos de la voz”.
Yanna muestra su entusiasmo por esta aventura que es La señorita Etcétera, a la que nombra como “una desconcertante novela semanal”. Uno pensaría que para la especialista está ahí cifrado todo, es ahí donde se resuelve ese cruce de caminos entre un mundo antiguo, algo atrofiado por la guerra, y uno nuevo que se mueve entre rotativas, automóviles y tranvías, y donde ve uno caminar a las “pelonas”, estás chicas de corte de cabello masculino (con el peinado a la bob, que le llamaban) que proponen un modo nuevo de entender las cosas.
Leo, leyó entonces aquel hombre del pasado (otra vez en un café de chinos del centro de la ciudad, un jueves de diciembre): “Era feminista. En una peluquería elegante reuníase todos los días con sus ‘compañeras’. Su voz tenía el ruido telefónico del feminismo… Era sindicalista. Sus movimientos, sus ideas, sus caricias estaban sindicalizadas. Cuando le hablé de mis idealidades peregrinas, se rio sin coquetería. Azuzaba la necesidad de que las mujeres se revelaran, se rebelaran”.
Quizá no nos asombra la modernidad porque estamos instalados en ella. Pero hubo un tiempo en que la modernidad era novedosa. Y hubo quienes entendieron que la realidad estaba cambiando y usaron sus herramientas a la mano (en este caso las palabras) para dar testimonio de ello, transformando además las mismas herramientas. Se necesitaron nuevas formas de combinar las palabras para narrar el cambio. Y esa transición es la que retrata Yanna Hadatty Mora en su libro.
Diré por último que el mismo Carlos Noriega Hope, artífice de La Novela Semanal de El Universal ilustrado, también obtuvo esa pequeña inmortalidad que puede implicar aparecer en una antología, y en el libro de Christopher se incluye Che Ferrati, inventor, fechado erróneamente en 1929, cuando se publica, como bien informa Yanna, el 19 de abril de 1923. Un día jueves, ese jueves.
Una consecuencia lógica de este estudio sería una compilación de las novelas más significativas que aparecieron en La Novela Semanal, o una reedición académica del tomo antológico de 1969 realizado con ese afán por Francisco Monterde, quien juntó 18. ¿Valdrá la pena? ¿O podemos quedarnos, por ahora, con esas tres joyas sobrevivientes del naufragio del tiempo que son La llama fría de Owen, La señorita Etcétera de Vela y Che Ferrati, inventor de Noriega Hope, umbrales hacia una nueva escritura? Ya que no se tiene una colección completa de La Novela Semanal, ¿habrá en la hemeroteca algunos tesoros perdidos?

Marzo 2017

Etiquetas: , , , ,

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal