jueves, diciembre 22, 2016


La penúltima batalla de Espartaco

Como si la historia fuera un reloj que activara sus propias alertas, ciertos hechos recientes nos recuerdan ese oscuro suceso del pasado estadunidense que se conoce como mccarthysmo, y que en una de sus fases más significativas, a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta del siglo XX, tuvo como protagonistas al guionista Dalton Trumbo (1905-1976) y al actor y productor Kirk Douglas… Este último, por cierto, cumplió gloriosamente cien años este 9 de diciembre; y sobrevive como el último mohicano de esos hechos.
Otras señas, además del centenario de Douglas, son la cinta Trumbo (Jay Roach, 2015), adaptación de la biografía de Bruce Cook (publicada originalmente en 1977, con edición al español de 2015); la presencia en librerías de nuestra lengua de la novela antibélica Johnny empuñó su fusil (Johnny Got his Gun, 1939, también con edición al español de 2015), de Dalton Trumbo, y del libro memorioso, escrito a los 95 años de edad, Yo soy Espartaco: rodar una película, acabar con las listas negras (I Am Spartacus!: Making a Film, Breaking the Blacklist, 2012, traducción al español de 2015), del propio Kirk Douglas…
Y un recordatorio más ha sido la sobreexposición mediática del siniestro Donald Trump, ahora (da espanto escribirlo) presidente electo de los Estados Unidos, triste actualización de ese discurso de odio que tantas tribulaciones ha causado en el país vecino, reencarnación del también siniestro (y elemental) senador por Wisconsin Joseph McCarthy.
Las iniciales D y T, que parecen llamar a Donald Trump, convocan aquí a Dalton Trumbo, como si en el juego de letras se contrastara a estos personajes antagónicos, símbolos, el primero, de una nación delirante, ahora otra vez en el poder, que se atemoriza por la invasión de otras culturas (destruyendo las libertades que dice defender, en su febril resguardo de lo americano), y el segundo del ser abierto y racional interesado en comprender al otro.
Quizá lo ocurrido entonces pueda señalarnos las vías a transitar en el futuro cercano.

¿Es usted o ha sido…?

Todo empezó… Sigamos al lúcido Kirk Douglas: “La década de 1950 fueron años de miedo y paranoia. En aquel entonces, el enemigo eran los comunistas. Ahora, el enemigo son los terroristas. Los nombres cambian, pero el miedo permanece. Los políticos exacerban aún más el miedo y los medios de comunicación lo explotan. Se benefician de mantenernos atemorizados. […] Hoy día hay quien sigue tratando de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron perjudicadas fueron nuestros enemigos. Mienten. Hombres, mujeres y niños inocentes vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional. Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía”.
Douglas arranca su relato el 28 de octubre de 1947, en una de las primeras audiencias con personalidades de Hollywood citadas por la Comisión de Actividades Anti-estadounidenses “para prestar declaración sobre sus filiaciones políticas anteriores y presentes”. El temor era este: que los enemigos de Estados Unidos se hubieran infiltrado en la industria cinematográfica y desde ahí intentaran contaminar a la nación con mensajes subversivos. ¿Lo habían hecho ya?
Los primeros en ser citados fueron nueve guionistas y un director. Se les conoció entonces como Los Diez de Hollywood. En la sala estaban, además, como grupo de apoyo (representando al Comité de la Primera Enmienda), Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Gene Kelly, Danny Kaye, John Garfield y John Huston. Abrió la sesión Dalton Trumbo, entonces el guionista mejor pagado de Hollywood.
—Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios.
—Lo juro.
Presidía el comité el congresista republicano J. Parnell Thomas. El interrogatorio fue más o menos así:
—¿Es usted o ha sido miembro del Partido Comunista?
—Creo que tengo derecho a ver las pruebas que tengan que sustenten esa pregunta.
—Oh. ¿Le gustaría?
—Sí.
—Pronto lo verá. El testigo puede retirarse.
Trumbo llevaba copias de sus guiones; pidió que fueran revisados y se mostraran en ellos los puntos en conflicto… Esto fue rechazado.
—¡Este es el comienzo…! —gritó.
—¡Silencio!
—¡Este es el comienzo en Estados Unidos de un campo de concentración para guionistas!
Describe Kirk Douglas: “El oficioso cabrón de Thomas aporreó la mesa con el martillo y Dalton Trumbo fue sacado de la sala por la fuerza”.
Douglas no presenció esa escena; habrá visto la filmación de ese día o leído relatos periodísticos o testimoniales que la detallaban. Sí estuvo ahí, como ya se apuntó, la actriz Lauren Bacall, quien recrea el momento en sus memorias: “Cuando se preguntó a testigos como Dalton Trumbo si eran miembros del Partido Comunista y se negaron a responder, sencillamente ejercieron los derechos que les garantizaba la Constitución. Tampoco estaban dispuestos a contestar si eran miembros del Sindicato de Guionistas Cinematográficos. La afiliación política no era de la incumbencia de la comisión. […] Todo aquello me parecía increíble; aquel idiota sentado allí arriba, tan orgulloso de su cargo, tenía la facultad de meter a aquellos hombres en la cárcel”.
La paradoja fue que ese idiota, el oficioso cabrón, J. Parnell Thomas, manejaba una nómina oscura (en la que metió a su parentela) e iría pronto a prisión por malversar recursos públicos y evasión fiscal. En la cinta Trumbo, el guionista y el político se encuentran en los pasillos de la cárcel, y tienen el siguiente diálogo:
—Vaya, mire esto —dice Thomas, escoba en mano—. Ahora los dos somos reos.
Lo observa, incrédulo, Dalton Trumbo (Bryan Cranston) y le responde:
—Pero usted sí cometió un crimen.
Esto realmente no ocurrió, porque los destinaron a cárceles distintas.

Cacería de brujas

Las audiencias fueron un gran circo en el que hubo de todo. Se formaron, claro está, dos grandes bandos: los que se amparaban en la Constitución y rechazaban ser interrogados sobre sus actividades políticas, y tenían por ello un pie en la cárcel, acusados de desacato al Congreso; y los que respondían dócilmente y daban nombres de compañeros que, estaban seguros o suponían, eran o habían sido miembros del Partido Comunista.
En este contexto entró en crisis la amistad creativa entre el director Elia Kazan y el dramaturgo Arthur Miller. Como refiere Román Gubern en su libro La caza de brujas en Hollywood (Anagrama, 1987), Kazan aceptó, en una primera audiencia, haber militado en el Partido Comunista, pero se negó a dar nombres; luego presentó un largo escrito que, según Gubern, tenía el carácter de una confesión exhaustiva.
Relata el crítico español: “La declaración de Kazan supuso una ruptura total entre los dos hombres y Miller escribió y estrenó en enero de 1953 Las brujas de Salem (The Crucible), transparente parábola sobre el mccarthysmo. Kazan, después de una oportuna película de propaganda anticomunista, Fugitivos del terror rojo (Man on a Tightrope, 1952), realizó una película importante: La ley del silencio (On the Waterfront, 1954), con guion del también delator Budd Schulberg. La película, extraordinariamente eficaz en términos dramáticos, es una inteligente apología de la delación, que tiene como protagonista al obrero portuario Terry Malloy (Marlon Brando), que acaba denunciando al gang de indeseables que dominan al sindicato. La película apunta hacia una justificación personal y política muy evidente, y al año siguiente Arthur Miller le replicó con el inverso drama portuario Panorama desde el puente (A View from the Bridge), que puso en escena Martin Ritt, y que expresa el desprecio que Miller siente hacia los delatores”.
Un probable colofón de estas confrontaciones lo ofreció Orson Welles en 1964: “De mi generación somos muy pocos los que no hemos traicionado nuestras posturas, los que no dimos nombres de otras personas. Esto es terrible. Y uno no se recupera de ello. No sé cómo se puede recuperar uno de semejante traición, que difiere enormemente de la de un francés, por ejemplo, que fue delator a la Gestapo para poder salvar la vida de su esposa; es otro tipo de colaboración. Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas”.

Cárcel y pausa mexicana

Dalton Trumbo ingresó a la prisión federal de Ashland, Kentucky, el 21 de junio de 1950. Recibió una condena de un año, que se transformó en diez meses por buen comportamiento.
De sus días en la cárcel, le escribe a Cleo, su mujer: “La vida aquí se parece a la vida en un manicomio. El lugar es espacioso, inmaculado y muy atractivo, con grandes extensiones de césped y vistas del campo en cualquier dirección. La comida es buena, la actitud es amistosa y las restricciones no resultan onerosas. La regularidad en las comidas, el sueño y —más adelante, espero— el trabajo son de lo más relajante. Cuando me miro al espejo, estoy convencido de que las arrugas del trabajo y la tensión se están desvaneciendo y que parezco mucho más joven que hace dos semanas. Tras veinticinco años de trabajar intensamente, la repentina abolición de toda responsabilidad le proporciona a uno cierta sensación de alivio casi tonificante: una renuncia total a la responsabilidad personal y una plácida aceptación de las normas y requerimientos de la institución, ninguno de los cuales se sale de lo razonable”.
Luego de salir de prisión, varios guionistas de la lista negra optaron por cambiar de oficio o huir de los Estados Unidos. Algunos creyeron que encontrarían en México un territorio propicio para su trabajo; es decir, intentaron integrarse a la industria cinematográfica del país vecino. Se conformó así, en el Distrito Federal, una pequeña comunidad de enlistados, que tuvo su primera sede en el Hotel Imperial. Esa etapa mexicana no aparece en la cinta sobre Dalton Trumbo, sin la cual no se entiende un guion como El niño y el toro (The Brave One, Irving Rapper, 1956), filmada en gran parte en la Ciudad de México, pero sí la detalla Bruce Cook en su biografía.
¿Qué hizo Dalton Trumbo por estos lares? Lo datos los proporciona su biógrafo: alquiló una “mansión de mármol” en Lomas de Chapultepec; se hizo coleccionista de arte prehispánico; sus hijos fueron inscritos en la Escuela Americana… Para ellos, la vida en México no era cara y podían darse incluso el lujo de tener servidumbre. No obstante, no consiguió insertarse en el medio cinematográfico. Mas ocurrió que su amigo Hugo Butler lo fue introduciendo, poco a poco, en la fiesta brava. Y una tarde en la Plaza México asistieron al indulto de un toro.
Cuenta Cook: “Esas tardes de toros, y en particular aquella en la que fueron testigos de un indulto, fueron las que dieron a Trumbo la idea para un guion original, para el que muy pronto empezó a tomar notas. El indulto (literalmente, un perdón) es un veredicto de clemencia que la multitud dicta en la corrida sobre un toro que ha luchado mostrando una bravura especial. La multitud hace al matador la señal de que el toro ha de salvar la vida sacando sus pañuelos y agitándolos vigorosamente. Es todo un espectáculo, y Trumbo supo cuando lo contempló que serviría para una maravillosa escena climática. Empezó a investigar para el proyecto con esa especie de meticulosidad tan suya, leyendo cualquier libro sobre la materia que pudo encontrar en inglés y haciendo preguntas y más preguntas a todos cuanto sabían algo sobre las corridas de toros y la cría de toros de lidia”.
Al estar enterados del proyecto, los Hermanos King, principales empleadores del que funcionaba ya como guionista enmascarado, le pidieron que continuara. El resultado es una extraordinaria película de ambiente mexicano que en su parte final sucede en la Ciudad de México y, sobre todo, en la plaza de toros.

El prestanombres

Antes de saber la historia de Dalton Trumbo, parecía una buena ocurrencia argumental, la invención a posteriori de un héroe, lo contado en la cinta cómica El prestanombres (The Front, Martin Ritt, 1976, también conocida en español como La tapadera), en la que un grupo de guionistas incluidos en las listas negras acuerdan presentar sus trabajos bajo un nombre común, y para ello contratan a un empleado semianalfabeta de un restaurante (interpretado por Woody Allen), quien se vuelve célebre por la calidad y riqueza de sus libretos. Será, en Hollywood, el escritor de moda.
Mas el héroe existió. Trumbo actuó astutamente: se propuso hacer precisamente aquello que le estaba prohibido, atacar por ese frente, y redactó guiones y guiones, muchos de ellos para películas de bajo presupuesto (por lo que el salario era también menor y había que trabajar casi a destajo), que fueron acreditados a varios seudónimos, y convenció a sus amigos de que hicieran lo mismo. Se creó una maquinaria alternativa que terminaría por diezmar, a fuerza de buenas historias, al mccarthysmo. Llegó a ocurrir que lo mejor del cine de esos tiempos fue hecho por escritores fantasmas.
Bajo ese esquema Trumbo ganó dos premios Oscar: uno por Vacaciones en Roma (Roman Holiday, William Wyler, 1953), con el guion acreditado a su amigo Ian McLellan Hunter; y el otro por El niño y el toro, que firmó como Robert Rich.

“Yo soy Espartaco”

La notoria, aunque subterránea, actividad frenética de Trumbo, sobre todo luego del triunfo de Robert Rich en la ceremonia del Oscar, llevó a que apareciera por su casa el actor y productor Kirk Douglas, entonces en el proyecto de Espartaco (a partir de la novela de otro enlistado, Howard Fast), con un argumento muy adecuado a la personalidad del guionista: el esclavo que logra poner en crisis a un imperio.
Cuenta Douglas: “A menudo lo encontraba trabajando en la bañera. Tenía un tablero de madera atravesado en la parte superior que cubría sus vergüenzas y le proporcionaba un espacio sobre el que colocar la máquina de escribir, un cenicero y un vaso de bourbon, siempre presente”.
En las conversaciones con Trumbo, éste habló de que siempre había querido tener un loro; se lo regaló el actor… Y el loro se integró al extravagante paisaje de la bañera.
En términos de la producción, y para no provocar alertas, a Dalton Trumbo se le llamaba Sam Jackson. “Fiel a su prestigio”, sigo a Douglas, “Trumbo producía unas páginas de guion deslumbrantes a un ritmo fenomenal. Su prosa parecía poesía. Las páginas eran tan buenas que tardé varios días en reparar en que prácticamente estaba escribiendo todo en forma de diálogo. ¿Dónde estaba el resto del guion?”
Previendo ese desconcierto, entre los papeles anexó Trumbo esta nota: “Sé que estarás alarmado, pero no hay necesidad. La única forma que conozco de escribir un guion es hacerlo solamente con diálogos, de principio a fin. Luego, hago primeras correcciones. Después, completo el guion, es decir, lo relleno con detalles de tomas, descripciones y acciones”.
Fueron muchas las complicaciones de la cinta Espartaco, en las que aquí no me detendré. Menciónense, al paso, el cambio de director (de Anthony Mann a Stanley Kubrick), el duelo de egos entre actores shakespearianos como Charles Laughton, Laurence Olivier y Peter Ustinov, el crecimiento desmedido del presupuesto (que fue de los cuatro millones de dólares a casi diez)… Y estaba el riesgo de haber contratado a un enlistado: “La revelación de que Dalton Trumbo participaba en Espartaco podría haber supuesto que cancelaran por completo la película”.
Douglas reflexionaba: “Claro que las listas negras están mal. He dedicado meses a pensar cuál puede ser la forma de acabar con ellas. Se puede utilizar un nombre falso o una tapadera, y no pasa nada. Pero si utilizas el nombre auténtico del guionista, te metes en líos. Es ridículo, pero ese no es el tema. Si hago alharacas, quizá perdamos todo: la película, la empresa, mi carrera… todo. No podemos correr ese riesgo”.
Aunque a media producción, Dalton Trumbo recibió la promesa de que su nombre volvería a aparecer en la pantalla.
—No voy a decirles que tú estás escribiendo esta película. Eso podría hacer saltar todo por los aires. Pero cuando esté enlatada, no sólo voy a decirles que tú la has escrito, sino que pondremos tu nombre en los créditos. No el de Sam Jackson, tu nombre, Dalton Trumbo, como guionista exclusivo.
Y así fue. La cinta se estrenó el 6 de octubre de 1960 en el DeMille Theatre de la ciudad de Nueva York. Quizá esa pueda ser considerada como la fecha de muerte del mccarthysmo.

Tiempo de maldad

Según Román Gubern, puede afirmarse que la historia del mccarthysmo tiene un cierre feliz para gran parte de sus protagonistas. Dalton Trumbo parece encarnar ese trayecto que va del ostracismo injusto a su sonado regreso a la luz pública. Incluso podría decirse que los malos de la película, como J. Parnell Thomas o Joseph McCarthy, recibieron su merecido. Hoy nadie los mira como héroes.
¿Es esto así? ¿Se trata realmente de una historia con final feliz? Quizá no. Por un destino positivo hay decenas de vidas arruinadas. La cancelación abrupta del empleo implicó variados desastres domésticos: pérdida de inmuebles, separaciones, enfermedades, exilios forzados (como el de Charles Chaplin, quien abordará el tema del mccarthysmo en Un rey en Nueva York)... Trumbo tuvo la oportunidad de hacer un ajuste de cuentas con esa época cuando fue reconocido, el 13 de marzo de 1970, por el Sindicato de Guionistas con el Laurel de Oro. Pero lo hizo a su manera.
Dijo entonces: “Supongo que más de la mitad de nuestros miembros no tiene memoria de la lista negra, ya que eran niños cuando comenzó, o ni siquiera habían nacido. A ellos sólo quiero decirles lo siguiente: que la lista negra fue un tiempo de maldad y que nadie, en uno u otro lado, sobrevivió indemne a esa maldad. Atrapados en una situación que excedía el control de los simples individuos, cada uno reaccionó según lo que su naturaleza, sus necesidades, sus convicciones y sus particulares circunstancias le impulsaron a hacer. Hubo buena y mala fe, honestidad y deshonestidad, valor y cobardía, egoísmo y oportunismo, sensatez y estupidez, todo lo bueno y todo lo malo en ambos lados; y casi todos los involucrados, independientemente de dónde se situaran, combinaron algunas o todas esas actitudes antitéticas en su propia persona, en sus propios actos”.
Y más: “Cuando ustedes, que rondan la cuarentena o son incluso más jóvenes, vuelvan la vista con curiosidad hacia esos oscuros tiempos, como yo creo que deberían hacer de vez en cuando, no deben buscar villanos o héroes o santos o demonios, porque no los hay: sólo hay víctimas. Unos sufrieron menos que otros, algunos crecieron y otros se apagaron, pero en el cómputo final todos fuimos víctimas, porque, casi sin excepción, cada uno de nosotros se vio obligado a decir cosas que no quería decir, a hacer cosas que no quería hacer, a asestar y recibir heridas que no se querían asestar ni recibir. Por eso ninguno de nosotros —derecha, izquierda o centro— resurgió de esa prolongada pesadilla sin pecado”.
Esa certeza salomónica o cristiana, según la cual todos fueron víctimas, no convenció a los que vivieron con Trumbo la pesadilla del mccarthysmo. Y no convencerá, en el presente o en el futuro, a quienes sufran nuevas represiones. ¿Los verdugos también serán victimizados? A propósito de todo esto, Kirk Douglas recuerda lo que Marco Antonio dijo de César: “El mal que hacen los hombres les sobrevive”.
Quizá por ello, o contra ese perdón, Lillian Hellman no dudó en calificar a esa época como un “tiempo de canallas”. ¿Serán esas las sombras que se avecinan?

Diciembre 2016

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