miércoles, agosto 31, 2011


¿Una literatura de la Historia?

La obra narrativa de Fernando del Paso se ha escrito, también, bajo la sombra de la Historia. Para decirlo palinurescamente: la ciencia de la Historia es un fantasma que ha habitado, toda la vida, en el corazón del escritor mexicano. O si no toda la vida, para no caer en exageraciones (y por ser algo, a la distancia, de difícil comprobación, pues habría que estudiar al personaje desde los primeros balbuceos, por lo menos, y seguirlo en su desarrollo intelectual hasta los tiempos actuales), sí puede decirse que en sus tres grandes novelas una de las raíces más sólidas de la ficción son los hechos históricos. En José Trigo (1966), por ejemplo, se entrecruzan dos sucesos: la guerra cristera de 1926-29 y el movimiento ferrocarrilero de 1958-59; en Palinuro de México (1977), pese a algunas desubicaciones geográficas y temporales (como situar, a propósito, la Escuela de Medicina aún en el Centro Histórico de la Ciudad de México, cuando ya se había trasladado a Ciudad Universitaria), el acontecimiento central es el movimiento estudiantil de 1968; y Noticias del Imperio (1987) describe a detalle la intervención francesa de 1862-66, y la instauración y desplome del Imperio de Maximiliano de Habsburgo.
Una de las raíces más sólidas de sus ficciones, sí, porque la otra raíz es obviamente la literaria. Fernando del Paso no intentó en esos títulos, en principio, hacer historia (aunque lo haya logrado, en alguno de los dos sentidos de la expresión), sino novelas, y éstas siguen tradiciones narrativas muy claras. Como “objetos literarios” u “objetos verbales” que son, se les podría describir con independencia de las situaciones ahí referidas. En José Trigo se amalgaman cuatro influencias: la literatura prehispánica, sobre todo la poesía náhuatl, y Juan Rulfo, por un lado; y Luz de agosto de William Faulkner y el Ulises de James Joyce, por el otro. Palinuro de México vuelve por momentos a Joyce, en el planteamiento de un capítulo teatral como catarsis de la novela, pero también integra a François Rabelais, Laurence Sterne, Cyril Connolly, el surrealismo y la psicodelia; y en cuanto a Noticias del Imperio, al monólogo de Carlota de nuevo se le han acreditado señas joyceanas (relacionándolo con el monólogo de Molly Bloom) y se habla, igualmente, de que las variaciones estilísticas de la novela, capítulo a capítulo, vienen del Ulises, aunque es claro que Del Paso leyó además a los autores que se han ocupado de Benito Juárez y la pareja imperial, sean novelistas, dramaturgos o historiadores.
La historia alimenta a la novela; y la novela se nutre de la historia. Una, en Del Paso, no podría vivir sin la otra. Entre ambas especialidades se establecen vasos comunicantes; y se crean, sin que el objetivo haya sido aquello que de forma comercial se conoce como “novela histórica” (por lo común, simplificaciones tanto de la historia como de la literatura), cuerpos literarios de ecos o reverberaciones múltiples con los que se llegan comprender, quizá hasta en profundidad (con una profundidad tal vez distinta a la de un científico de la historia), ciertos pasajes históricos.
Palinuro de México es parte de una corriente que se ha denominado “narrativa del 68” y que está constituida por más de 30 novelas y algunos cuentos. No se espere de estos libros un recuento puntual, día a día, de lo que fue el movimiento estudiantil. Lo que hay de éste en Palinuro de México es poco, si se busca la noticia de primera plana… aunque en esa época los diarios no fueron referencias confiables, pues se publicaba sólo aquello que era decidido por el gobierno. En parte por ese control que se tenía de la prensa, la literatura tuvo que contar lo que se había callado en los medios con control oficial. Lo que Del Paso hace es crear un “estado de ánimo” de los jóvenes de entonces, una trama que gira alrededor de un grupo de estudiantes cuya participación en el movimiento no es directa. No obstante, se percibe desde ellos el espíritu contracultural, que fue uno de los motores de la protesta. Así, las aventuras de los amigos en la ciudad, e incluso sus pasajes amorosos (cuando explota una gran libertad en los territorios de la cama), narran el 68 de otra manera.
Ocurre así en otras novelas memorables sobre el 68, como La invitación (1972) de Juan García Ponce, Si muero lejos de ti (1979) de Jorge Aguilar Mora o Muertes de Aurora (1980) de Gerardo de la Torre, en donde probablemente no se encontrará el 68 histórico —que sí está en los testimonios recogidos por Elena Poniatowska para La noche de Tlatelolco (1971) o en el autobiográfico Los días y los años (1971) de Luis González de Alba— sino la parte más íntima de lo que fueron esas jornadas. La Historia vuelta historias.
Coinciden José Trigo y Palinuro de México en que la perspectiva desde la que se cuenta es la de los vencidos: cristeros, ferrocarrileros o estudiantes que sufrieron la represión del Estado. En Noticias del Imperio hay una variación, pues en ese gran caleidoscopio del siglo XIX que es la novela destacan Maximiliano y Carlota, que llegaron a México para gobernarlo (y que finalmente también fueron derrotados), sí, pero hay el esfuerzo por mirar las cosas no sólo desde ahí sino integrar ópticas muy diferentes, con un afán total, como si se tratara de una asamblea en la que todos los involucrados (republicanos o imperialistas, liberales o conservadores, franceses o mexicanos) exigieran tener voz y voto. Acaso la distancia en el tiempo permite esa visión panorámica cuando en los otros casos, el movimiento ferrocarrilero o el movimiento estudiantil, se trataba de abordar asuntos cronológicamente más cercanos al escritor, que exigían además una toma de partido.
En uno de los capítulos finales de Noticias del Imperio reflexiona Del Paso sobre las relaciones entre la literatura y la historia. Tiene a la mano tres naipes: uno es el del dramaturgo Rodolfo Usigli, autor de una obra sobre el Segundo Imperio, Corona de sombra, quien se siente incómodo ante la historia; el segundo naipe es una frase de Jorge Luis Borges, al que interesa “más que lo históricamente exacto, lo simbólicamente verdadero”; y el último naipe es de Gyorgy Lukacs, teórico de la novela histórica, para quien es un “prejuicio moderno el suponer que la autenticidad histórica de un hecho garantiza su eficacia poética”.
De estas tres opciones, ¿cuál será la carta elegida por Fernando del Paso? Escribe: “Quizás la solución sea no plantearse una alternativa, como Borges, y no eludir la historia, como Usigli, sino tratar de conciliar todo lo verdadero que pueda tener la historia con lo exacto que pueda tener la invención. En otras palabras, en vez de hacer a un lado la historia, colocarla al lado de la invención, de la alegoría, e incluso al lado, también, de la fantasía desbocada… Sin temor de que esa autenticidad histórica, o lo que a nuestro criterio sea tal autenticidad, no garantice ninguna eficacia poética, como nos advierte Luckacs”.
Como el del novelista, también el oficio del historiador se ha modificado. Antes se atendían los grandes sucesos, las grandes mareas de la historia, y el acento se aplicaba en quienes como líderes parecían conducir la historia. Ahora lo cotidiano, la vida diaria, y aquello que realizan personajes de lo que no sabemos siquiera sus nombres (partes actuantes y modificantes de ese orbe, ese “nadie” que es “todos”), importan al científico de la historia tanto como lo que ocurre en la vida pública más iluminada. El historiador ha tenido, por tanto, que enfocarse en aquello que antes era sólo interés de los novelistas, a quienes se sabía dedicados a la “historia privada de las naciones”, según el credo de Balzac. Y éstos, los novelistas, no se asumen ya como simples divulgadores de la historia (papel que se ejercía con cierta comodidad en el siglo XIX, al modo de Pérez Galdós o Salado Álvarez en sus “episodios nacionales”) sino como alguien que investiga y se acerca a algo que puede ser históricamente exacto o simbólicamente verdadero. Desde finales del siglo XX el historiador actúa como novelista y el novelista como historiador, con similares responsabilidades en el uso de la pluma y el microscopio. Ese es el punto al que arriba Fernando del Paso en sus novelas.
Es curioso que luego de sus tres grandes edificios narrativos de intención histórica la obra de Fernando del Paso se haya dispersado hacia la novela policiaca (Linda 67, 1995), la escritura de textos para niños (De la A a la Z, 1988; Paleta de diez colores, 1990), el teatro (La muerte se va a Granada, 1998), la poesía (Sonetos del amor y de lo diario, 1997) o la revisión bibliográfica (Viaje alrededor de El Quijote, 2004), y que una de las estaciones visitadas sea un libro hecho sólo de palabras y sólo para la palabra (Castillos en el aire, 2002), o de ésta en su relación con la imagen (puesto que es un libro ilustrado por el autor), en donde la fantasía verbal en su expresión más libre guía la mano, como si efectivamente se tratara, en afanes terapéuticos, de una cura de esa Historia a cuya sombra antes ha vivido… y a la que volverá en el futuro.

Agosto 2011

Etiquetas: , , ,

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal