martes, agosto 16, 2011


Los papeles perdidos de Francisco Tario

En un mueble comprado décadas atrás en una iglesia por el escritor Francisco Tario (1911-1977), se alojan álbumes con fotografías y recortes periodísticos (en donde aparecen cuentos no incluidos en sus libros), originales mecanográficos (con material inédito), una partitura de su autoría (“Fantasía del amor”), dibujos eróticos, grabaciones y objetos varios…
Esa cómoda antigua emprendió en los años cincuenta del siglo XX el viaje de la familia Peláez-Farell a España; fue heredada por uno de los hijos, Julio (de oficio pintor), quien en los años noventa la trajo de regreso a la ciudad de México y la ha llevado consigo en sus ya varias mudanzas por esta metrópoli.
Ese mueble, de frente barroco y laterales coloniales, parece un pozo sin fondo; de ahí salieron, tiempo atrás, las obras de teatro incluidas en el volumen El caballo asesinado (1988); de ahí surgió la novela Jardín secreto (1993); y, en lo que parecía un último hallazgo, ahí apareció el cuento infantil “Jacinto Merengue”, incorporado en el 2002 a unos Cuentos completos que hoy resultan no serlo, porque faltan, para empezar, dos relatos que Tario publicó en el suplemento México en la Cultura del diario Novedades: uno es “Jud, el mediocre” (14 de octubre de 1951) y el otro “Septiembre” (20 de abril de 1952), no considerados en Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952) y que Tario olvidó en la confección de Una violeta de más (1968).
Esto, más lo inédito, aún sujeto a revisión y a la espera del momento adecuado para que se publique. Y numerosas fotografías, con las que el INBA montará una exposición a inaugurarse en el mes de noviembre en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia. O 17 discos de gramófono, en donde se escucha a Francisco Tario al piano y de los que surgen también voces como las del poeta Octavio Paz y la narradora Elena Garro (que eran sus vecinos), o adaptaciones de obras clásicas de terror, como Drácula, radioteatros que se grababan en la casa de la calle de Etla como parte de la tertulia. Esos discos están siendo digitalizados por la Fonoteca Nacional.
Todos estos tesoros emergieron de esa cómoda antigua hoy instalada en un departamento de la colonia Narvarte, en la víspera de que se conmemoren los cien años del nacimiento de Francisco Peláez Vega, cuyo nombre de pluma era Francisco Tario.

Una convención budista

El hijo de Tario firma sus cuadros como Julio Farell; siguió no el oficio paterno sino el del tío, Antonio Peláez. En algún momento de su vida decidió raparse la testa, para disgusto de su padre, quien le comentó que cuando los vieran juntos en la calle dirían que se trataba de una convención budista. Al conjunto Julio agregó una barba, hoy muy crecida, que lo distingue de Francisco Tario.
Recuerda que en casa su padre tocaba siempre el piano; Chopin era su compositor favorito. En una ocasión le dijo: “Ven, Julio, te enseño”, mas él prefería estar pintando. También lo visualiza escribiendo en el despacho, a máquina (una Remington gris oscuro), porque él y su hermano Sergio tenían al lado un cuarto de juego. Un día en que Julio hacía mucho escándalo su papá gritó su nombre, el niño fue corriendo al despacho y se comportó marcialmente: “¡A sus órdenes, mi general!” Don Francisco rió tanto que ya no lo pudo regañar.
Con dedicatoria directa a los hijos, Tario escribió “Jacinto Merengue” y “Dos guantes negros”. Este último cuento estaba perdido, y surgió hace poco de la cómoda como libro artesanal; es un ejemplar único armado por el autor, que debía ilustrar Julio, quien lo hizo parcialmente. El relato está completo. A la manera de los cuentos de La noche (1943), en él los objetos cobran vida: uno es un guante asesino y el otro intenta impedir las tropelías cometidas por su par. “Al terminarlos nos los leía en voz alta; los escenificaba con dibujos realizados por él, hacía mímica, en una actuación hecha sólo para nosotros y que nos impactaba.”

Herencias

—¿Cómo fue tu infancia?
—Maravillosa. Fue vivir en la ciudad México y en Acapulco; y luego viajes por Europa que duraban, cada uno, dos años. Nos establecíamos en España, pasábamos dos meses en Italia, dos meses en Francia…
—Eran vacaciones permanentes. ¿Él vivía de sus rentas?
—De los cines que administraba en Acapulco; tenía el cine Río, el cine Rojo y estaba construyendo el Bahía, que iba a ser al aire libre. Eso le daba un ingreso y, bueno, mi abuelo heredó a todos sus hijos en vida. Cada uno aplicó esa herencia en lo que quiso: un tío mío puso una granja de codornices… Mi padre invirtió la herencia en los cines y en los viajes, que eran su tremendo vicio.
—¿Por qué decidió Tario dejar el país?
—Nunca lo supe exactamente pero fue una decisión muy abrupta: malbarató el piano Steinway de media cola con teclas de marfil, malvendió la casa de Acapulco; los cines estaban en decadencia porque el sindicato no le mandaba buenas películas y la gente dejaba de ir... Por alguna razón que desconozco, le urgió irse de aquí.
—Y se instalaron en Madrid.
—Llegamos, primero, al hotel Emperatriz, y luego mi padre consiguió un departamento en la calle Lagasca, en el barrio de Salamanca. Era un departamento moderno, espacioso, que daba hacia un palacio del siglo XVII o XVIII con amplios jardines. Ahí escribió Una violeta de más, que fue el último libro que mi madre le leyó. Tenían esa costumbre de que cuando acababa un libro mi madre lo leía en voz alta, para que él oyera cómo sonaba. También lo escuchábamos Sergio y yo, y pedía nuestras opiniones.
Carmen Farell murió en 1967; Una violeta de más se editó en México en 1968… Y Tario, aunque siguió escribiendo, ya no quiso volver a publicar. “Le llamaban de editoriales españolas y él se negaba a responder. La novela Jardín secreto fue escrita así, en secreto, sin comentarla con nadie; yo la descubrí hasta después de su muerte. Lo mismo las obras de teatro.”
—Y los papeles han viajado contigo…
—Sí, he tenido varias mudanzas y es una gran carga de escritos, fotografías, todo lo que era suyo… Viene de familia guardar cosas. Cada tanto vacío ese mueble, lo desarmo, lleno cajas, me mudo, lo vuelvo a armar y guardo de nuevo ahí sus cosas. En los cambios debo contratar un buen carpintero porque es una cómoda que no tiene clavos, y armarla es complicado, es latoso. Desde que vivíamos en Etla siempre ha estado conmigo. Ahí están sus originales mecanográficos, los álbumes con recortes periodísticos, las fotos que tomó en los viajes que hicimos, ahí estaban los discos de gramófono que acabo de donar a la Fonoteca Nacional… Con los años me he dado cuenta que mi padre atrae sobre todo a los jóvenes. Afortunadamente, cada tanto el interés por su obra se renueva y eso ha empujado a que se revisen, este año con mayor detenimiento, sus archivos.

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