domingo, julio 17, 2011


Los disfraces de Josefina Vicens 


Tras varios nombres masculinos (Diógenes García, Pepe Faroles, José García o Luis Alfonso Fernández) se descubre a Josefina Vicens, una mujer de un metro con sesenta centímetros, delgada, a la que sus amigos llamaban con cariño La Peque.
En noviembre de este 2011 habría cumplido cien años; varias universidades (la UNAM, la UAM y el Claustro de Sor Juana) preparan para ese mes un coloquio internacional en el que se hablará de ella y de su obra literaria. Una constante en Josefina Vicens es esa transformación masculina que ocasionó algunas anécdotas curiosas.
Por ejemplo: en el periódico Torerías ejerció la crónica de la fiesta brava; firmaba ahí como Pepe Faroles. A ella misma le gustaba contar cómo un día, molesto por la crítica a una faena de Arruza, un boxeador amigo del torero anunció que visitaría las oficinas del periódico para golpear a Pepe Faroles. Recibió al púgil; estuvo platicando cordialmente con él hasta que de pronto le dijo:
—Bueno, yo tengo una cita, ¿a qué horas me empieza usted a golpear?
Él la miró estupefacto:
—¿Por qué la voy a golpear?
—Porque yo soy Pepe Faroles.
—¿Usted, señora, es Pepe Faroles?
—Sí, yo soy Pepe Faroles y usted quedó en golpearme, y se nos ha ido el tiempo en platicar.
—No, no, señora, cómo puedo yo levantarle la mano. No faltaba más. He tenido mucho gusto en conocerla.
Como Diógenes García firmaba en esa época, además, artículos sobre política… Y cuando decidió escribir una novela que trataría de las dificultades o temores que enfrentaba ella misma para escribir una novela, retomó el García, le antepuso un José (acaso derivado de Josefina) y creó así a un oscuro oficinista que llena unos cuadernos en los que explica a detalle sus conflictos a la hora de tomar la pluma. Aunque se trata de observar el taller de la escritura, no es una obra que presuma conocimientos literarios, de un tono pedante o demasiado intelectual, sino el retrato de un hombre común enfrentado al arduo proceso de la creación.
En una carta, escribe Octavio Paz a Josefina Vicens: “Rescatar el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva), enfrentar la creación a la muerte, la ruina, el parloteo y la violencia: ¿no es una de las misiones del artista? Eso es lo que tú has realizado en El libro vacío [...]. Pues, ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que ‘nada tiene que decir’? Nos dice: ‘nada’, y esa nada —que es la de todos nosotros— se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres. Y así, un libro ‘individualista’ resulta fraternal, pues cada hombre que asume su condición solitaria y la verdad de su propia nada, asume la condición fatal de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general”.
Fue amiga de Juan Rulfo y, como él, autora de una obra breve: sólo dos novelas, una publicada en 1958, El libro vacío, y la otra en 1982, Los años falsos, en donde también se asoma al universo masculino, en esta caso el mundo de la política y el paso generacional del poder: Luis Alfonso Fernández es un adolescente cuyo padre (del mismo nombre) muere de forma accidental y que sin estar preparado para ello debe asumir los roles heredados: será esposo de su madre, padre de sus hermanas y amante de la amante de su padre; vestirá los trajes de éste y ocupará en la oficina de gobierno el puesto que él tenía. El monólogo del joven, en duelo consigo mismo, ocurre mientras observa en el panteón cómo las mujeres de la casa limpian y adornan la lápida. Lo femenino observado a la distancia.
La vida de Josefina Vicens no fue como la de esas mujeres resignadas que circulan en sus novelas. A los quince años empieza a trabajar para independizarse de la familia. Ejerce como secretaria en oficinas públicas y privadas (despachos de abogados, el Departamento Agrario, la Confederación Nacional Campesina e incluso el manicomio de La Castañeda), se hace cronista de toros, también articulista, y por un empleo administrativo llega a la industria cinematográfica para convertirse, luego, en guionista. Sus libretos más exitosos en términos de taquilla son aquellos que preparó en los años cincuenta para Sara García y Prudencia Grifell: Las señoritas Vivanco y El proceso de las señoritas Vivanco. Los más entrañables para ella: Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. Fue una sindicalista convencida y llegó a ser vicepresidenta de la Sociedad General de Escritores de México.
Sobre esta etapa cinematográfica, ha dicho Matilde Landeta: “Los guiones de Josefina nunca fueron estúpidos, todos tienen un motivo que los sustentara. Tuvo algunos más importantes que otros, eso es todo. Fue muy productiva porque hay que pensar lo que es escribir un argumento; si se escribe sobre las rodillas puede salir en un par de meses, pero cuando se escribe a conciencia representa un año de trabajo. Y si se une a eso que tenía que ganarse la vida, que escribía libros, y que fueron libros muy importantes en la literatura castellana, nos daremos cuenta de que la obra de Josefina fue tan importante como su vida”.
La Peque, le decían, un apodo que recibió desde joven porque era la de menor edad en el trabajo; se mantuvo porque aludía además a su complexión física y porque el mote cariñoso provocaba acercamientos, que a ella le agradaban, ya que no era muy dada a ejercer magisterio alguno. Huía de las verticalidades, se comunicaba de uno a uno, de tú a tú. En su vida personal y en sus novelas.
Este 2011 La Peque (que fue literariamente Diógenes García, Pepe Faroles, José García o Luis Alfonso Fernández), habría cumplido cien años.

Julio 2011

Etiquetas: , ,

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal