martes, julio 26, 2011



Queremos tanto a Joyce
[Una reseña sobre Estación Joyce de J.S. de Montfort para HermanoCerdo]

A pesar de haber publicado varios volúmenes de cuentos y una novela corta, y haberse dedicado a la compilación de diversas antologías poéticas, así como libros de entrevistas con escritores, diríamos que el grueso de la creación literaria del escritor mexicano Alejandro Toledo (México DF, 1963) se halla en la así llamada prosa ensayística. Es en esa misma línea donde se inscribiría su último libro publicado en España Estación Joyce.
Siendo —que lo es— un libro de prosa ensayística, no es exactamente esto lo que encontrará en sus páginas el lector (o no solo esto), porque el volumen sería más bien una miscelánea que se engarza por efecto de una suerte de leit motiv que ensaya Alejandro Toledo, que sería aquel con el que el libro finaliza (y que parafrasea a Alejandro Dumas padre): “después de Dios y de Shakespeare, James Joyce es quien más ha creado” (p. 202).
A ello se le habría de sumar la deficiencia receptiva del genio irlandés en el ámbito hispanoamericano, pues se lamenta Toledo de que “no es mucho lo que se ha escrito en nuestro idioma en torno a James Joyce” (p. 189).
En el libro cabe casi de todo: la crónica literaria de carácter lúdico, al modo del turismo literario, la recuperación personal a través de la propia escritura, el dietario, los aforismos à-la-Duras, y las sentencias apodícticas á-la-ChantallMaillard, las personificaciones textuales de los protagonistas joyceanos á-la-LeeMasters, y, principalmente, el análisis del corpus teórico y analítico, así como las traducciones, influencias, precursores y continuadores de la obra del escritor irlandés.
La estructura de la obra, más que al aparente modo fragmentario, se va resolviendo en su parte primera en disímiles saltos acrobáticos y, con ello, no elude ni los trompicones ni las disonancias contextuales. Es decir, se trata de una escritura que se va inquiriendo a sí misma, buscando el posible hueco, los túneles, por los que ir avanzando hacia la luz, pues el autor nos dice que: “escribo desde el abandono, desde la melancolía. Escribo para no llorar, o para hacerlo realmente” (p. 64).
La segunda parte es más extensa y funciona de otra manera, avanzando “por círculos concéntricos” y así “un autor nos comunica con otro […] que a su vez nos lleva –o llevan- a nuevas obras” y así se sigue un modo de entender la lectura “como un camino de relaciones entre obras particulares” (p. 73). Esta parte, con todo lo que tiene de viaje homérico y descubrimiento epifánico es, con diferencia, la zona más asombrosa del libro.
En ella, Alejandro Toledo nos lleva acerca al diálogo con Laurence Sterne, con Julián Ríos, Julio Cortázar, Ezra Pound, Guillermo Cabrera Infante y José María Valverde, con Italo Svevo y Umberto Eco, Manoel de Oliveira y Kubrick y Hitchcock, Jorge Luís Borges y Macedonio Fernández, Jean Genet, José Trigo, y a discutir con los traductores García Tortosa y Venegas y el joyceano Andrés Pérez Simón, entre muchos otros.
El pensamiento de Alejandro Toledo se basa en la segunda parte del libro en varias intenciones fundamentales, que son: destacar la comicidad del Ulises, cuestionar las labores de traducción al castellano tanto del mismo Ulises como especialmente el atropello cometido por Víctor Pozanco contra el Finnegans Wake, proponiendo la elección de “términos lo suficientemente neutros para que funcionen en cualquier zona de habla española” (p. 96), proferir un grito de alerta sobre cómo la obra original joyceana “palidece ante la acumulación de comentaristas de los comentaristas” (p. 98) (y aquí se hace mención específica a Robert Saladrigas y Brunella Servidei), destacar el carácter profético del Finnegans Wake (de donde los premio nobel de física de 2004 David J. Gross, H. David Politzer y Franck Wilczek sacaron el término quark), considerar el trabajo novelístico de Joyce como una partitura, recalcar la influencia de Ibsen y sus realidades paralelas, acordarse del precursor Édouard Dujardin, el “primero en usar de modo sistemático el monólogo interior” (p. 118), trajinar las relaciones James Joyce-Italo Svevo / James Joyce y el cine / James Joyce y Shakespeare / James Joyce y Julio Cortázar / James Joyce y Julián Ríos, y acordarse de la influencia joyceana sobre las vanguardias argentinas (Isidoro Blaisten, Oliverio Girondo, Macedonio Fernández).
Al libro, ameno y de lectura recomendada para los feroces y apasionados lectores de Joyce, aunque accesible igualmente para cualquier lector interesado en cómo se gesta la narrativa moderna del siglo XX, habría que hacerle varios reparos.
En primer lugar en lo que respecta al tiempo de la escritura del libro, que el autor marca como el año de 2006, pero que, en cualquier caso, sería éste el de la finalización y no así el del comienzo, pues en su primera parte el autor realiza un viaje por las calles de París y Dublin (en principio buscando las sombras joyceanas, aunque lo que acabe resultando sea una especie de guía de consejos para el viajero-turista) y nos habla del precio de las cosas que adquiere o disfruta en términos de francos y libras. Por ello, la escritura de esta primera parte no puede ser posterior a 2002, ya que en enero de ese año entró en vigor la moneda única de la eurozona, el euro.
Por lo tanto, tendríamos una primera parte algo dubitativa y atropellada, más débil aunque no prescindible, pues le sirve de contrapunto a la segunda parte (y así insufla personalismo a un libro de naturaleza ensayística), escrita necesariamente con anterioridad al año 2002 y una segunda parte, más cohesionada, seria —por así decir—, pero jugosa y de alta fruición —y entretenida—, escrita en 2006.
A ello habría que sumarle un segundo punto flaco y es el no haberse hecho eco de la aparición en 2010 de la obra de especulación joyceana Dublinesca (Seix-Barral) de Enrique Vila-Matas, de quien sí se menciona su español que, junto al de Javier Marías, nos dice Toledo: “no causa disgustos en México o Latinoamérica” (p. 96).
Confiemos en que ambos deslices podrán ser arreglados en una segunda edición y alegrémonos de que se hable de Joyce, ese autor tan fundamental y, lastimosamente, tan poco frecuentado en nuestras letras.

[Enlace: http://hermanocerdo.com/2011/07/queremos-tanto-a-joyce/]

Julio 2011

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domingo, julio 24, 2011


Tres cuentos en un día


Había sido un sábado frío en Madrid. El joven Ernest Hemingway (o Ernesto, como se le conocía en la ciudad) estaba exhausto por haber dedicado la jornada completa a la escritura. Tomó algo de brandy para relajarse y se acomodó en su cama de la habitación número siete de la Pensión Aguilar (en el número 32 de Carrera de San Jerónimo, a unos pasos del Museo del Prado), dispuesto a dormir. La pesca fue buena: tres cuentos en un día. Por lo mismo, sería una fecha para él inolvidable. “Todo lo que describió, todo instante que fue suyo”, dijo de Ernest Hemingway el colombiano Gabriel García Márquez, “le sigue perteneciendo para siempre”, y por lo tanto las estaciones de ese 16 de mayo de 1925 son suyas, también, eternamente.
Al anochecer Ernesto se sintió vacío y triste; quería olvidarlo todo y descansar. En eso entró uno de los mozos: la mujer que manejaba la pensión estaba enterada (y orgullosa) de la hazaña de su joven inquilino, mas supo también que por esa fiebre creativa había olvidado comer y le enviaba un poco de bacalao, un filete, papas fritas y una botella de vino Valdepeñas, alimentos y bebidas que el chico norteamericano despachó con prontitud sentado en la cama.
—La señora quiere saber si va a escribir usted toda la noche —preguntó el mozo.
—No, me acostaré un rato ­—respondió Ernesto.
—¿Por qué no intenta escribir un cuento más?
—Sólo me había propuesto escribir uno
—Tonterías. Ya escribió tres, puede escribir seis.
—Lo intentaré mañana.
—Trate esta noche. ¿Por qué cree que la vieja mandó la comida?
—Estoy cansado.
­—¿Está usted cansado después de haber escrito tres miserables cuentos? A ver, tradúzcame uno.
—Déjeme en paz. ¿Cómo voy a escribir si usted no me deja solo?
Varias veces, en el futuro, su memoria volvería a ese día: “Estaba muy caliente, cargado de una energía desinhibida. Y canalizaba esa energía hacia mi trabajo. Me ponían en ese estado el aire frío del río Guadarrama, el bacalao a la vizcaína altamente sazonado y una vaga soledad (estaba enamorado, la chica estaba en Bolonia). Y entonces me puse a escribir”.
Al salir las primeras luces del sábado tomó una de sus libretas de lomo azul, lápices y sacapuntas. Empezó con “Los asesinos”, un cuento sobre unos matones que llegan al pueblo estadounidense de Summit en busca del sueco Ole Andreson, exboxeador metido en líos con la mafia de Chicago. Tenía el cuento en la mente, pero había fracasado antes en su escritura. Amanecía en Madrid; en el Summit de la ficción eran ya las cinco de la tarde cuando Al y Max llegan a la cafetería Henry’s para esperar a Ole, que suele aparecer por ahí a eso de las seis. Tan pronto entre al lugar, será eliminado… Pero Ole no sale ese día de la pensión de Hirsch en donde vive (acaso reflejo de la Pensión Aguilar en la que Ernesto está escribiendo); se queda en la cama, vestido, mirando el techo; sabe que se ha metido en líos y que pronto morirá.
En el relato el narrador explora una de sus habilidades: el buen manejo de los diálogos. Primero está lo que conversan los matones en la cafetería entre ellos y con quienes ahí se encuentran: Nick, George y el chico negro de la cocina. Luego, la charla de Nick con el expeleador, a quien ha ido a advertir de la presencia de los asesinos. Y al final, las reflexiones de Nick y George al saber que al sueco le queda poco tiempo de vida y nada pueden hacer para evitarlo. En los diálogos no sólo se dan informaciones sino que circula por ellos el temperamento de cada uno de los que intervienen. Nick está contrariado. “No soporto pensar que está en esa habitación esperando y sabiendo que van a atraparlo. Es algo horrible”, dice. Y George lo aconseja: “Mejor no pienses en ello”.
Punto final. Merecía un buen almuerzo. Mientras lo hace, debe resaltarse que Nicholas Adams, el Nick de “Los asesinos”, es un personaje frecuente en las ficciones cortas de Hemingway. Está por aquí y por allá, como si en los cuentos habitara, oculta, la novela de Nick.
Regresó Ernesto hacia el mediodía a la Pensión Aguilar, se metió a la cama para calentarse y acometió otra historia, “Hoy es viernes”, puesta en escena acerca de tres soldados romanos que hacia las once de la noche se encuentran en una taberna y, con una ronda de vino tinto de por medio, hacen el recuento de un arduo día. De nuevo, todo se narra a través del diálogo. Al primer soldado le impresionó ese viernes la actitud de uno de los crucificados. “Yo creo que se ha comportado”, dice repetidamente. Por su valentía a la hora de que fue levantada la cruz (que es cuando se siente mayor dolor), decidió apagar el sufrimiento del crucificado clavándole una lanza mortal. Es otra forma de contar la crucifixión; los datos bíblicos se van soltando a cuentagotas, a través de la conversación de los soldados romanos: que los amigos de Jesús lo dejaron morir solo, que las mujeres lo acompañaron en el suplicio… Como en el relato anterior, no se narra directamente el suceso principal: Ole va a morir, pero esto será cuando el cuento termine; Jesús ha muerto, mas esto ocurrió al atardecer de ese viernes. Una historia está concentrada en una cafetería, la otra en una taberna. Y mediante los diálogos, que anticipan o comentan el suceso, se llega a sentir piedad por aquel que tiene, o tuvo ya, el destino trazado.
Cero y van dos. Un par de cuentos estaba bien. Nada mal para un sábado frío. Pero quería seguir. Por la nevada se había suspendido la corrida de toros de la Feria de San Isidro y tenía tiempo de sobra. Muchas historias rondaban por la cabeza de Ernesto, eran tantas que en un momento dado pensó que se estaba volviendo loco. “Así que me vestí y caminé a Fornos, el café de los viejos toreros, bebí café y regresé”, contaría luego.
Volvió a acomodarse en la cama, tomó la libreta, los lápices y el sacapuntas; garabateó esta frase: “Después de un cuatro de julio, Nick, que volvía a casa ya tarde en la gran carreta de Joe Garner tras haber estado en el pueblo, vio a nueve indios borrachos junto a la carretera”. Nick de nuevo. A propósito hay en el relato una suma que no encaja: se ve a nueve indios borrachos en la carretera. ¿Y el número diez? Se entera Nick al llegar a casa que la chica que pretende, una india llamada Prudence Mitchel, pasó ese cuatro de julio retozando con el indio número diez: un tipo llamado Frank Washburn.
Como Ernesto lo hizo ese 16 de mayo después de concluir el tercer relato, al final de “Diez indios” su personaje Nick (alter ego de Hemingway) va a la cama. Acaso ambos, Ernesto y Nick (uno en Madrid y el otro en la cuartilla manuscrita), oyeron entonces soplar el viento entre los árboles y lo sintieron colarse, frío, por el mosquitero. Se quedaron los dos un largo rato con la cara en el almohadón, al cabo se les olvidó pensar en Prudence y al final se durmieron. A Ernesto lo despertó el mozo, recordándole que no había comido. A Nick, por su parte, se le espantó el sueño en plena noche y escuchó el viento de los abetos y las olas del lago llegando a la orilla hasta que se volvió a dormir. “Por la mañana el viento era vendaval y las olas eran altas en la costa, y [Nick] estuvo mucho rato despierto antes de acordarse de que le habían roto el corazón.”
El domingo 17 de mayo Ernesto despertó con las primeras luces, tomó la libreta, un par de lápices y el sacapuntas, y se dispuso a escribir una nueva historia.

Julio 2011

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domingo, julio 17, 2011


Los disfraces de Josefina Vicens 


Tras varios nombres masculinos (Diógenes García, Pepe Faroles, José García o Luis Alfonso Fernández) se descubre a Josefina Vicens, una mujer de un metro con sesenta centímetros, delgada, a la que sus amigos llamaban con cariño La Peque.
En noviembre de este 2011 habría cumplido cien años; varias universidades (la UNAM, la UAM y el Claustro de Sor Juana) preparan para ese mes un coloquio internacional en el que se hablará de ella y de su obra literaria. Una constante en Josefina Vicens es esa transformación masculina que ocasionó algunas anécdotas curiosas.
Por ejemplo: en el periódico Torerías ejerció la crónica de la fiesta brava; firmaba ahí como Pepe Faroles. A ella misma le gustaba contar cómo un día, molesto por la crítica a una faena de Arruza, un boxeador amigo del torero anunció que visitaría las oficinas del periódico para golpear a Pepe Faroles. Recibió al púgil; estuvo platicando cordialmente con él hasta que de pronto le dijo:
—Bueno, yo tengo una cita, ¿a qué horas me empieza usted a golpear?
Él la miró estupefacto:
—¿Por qué la voy a golpear?
—Porque yo soy Pepe Faroles.
—¿Usted, señora, es Pepe Faroles?
—Sí, yo soy Pepe Faroles y usted quedó en golpearme, y se nos ha ido el tiempo en platicar.
—No, no, señora, cómo puedo yo levantarle la mano. No faltaba más. He tenido mucho gusto en conocerla.
Como Diógenes García firmaba en esa época, además, artículos sobre política… Y cuando decidió escribir una novela que trataría de las dificultades o temores que enfrentaba ella misma para escribir una novela, retomó el García, le antepuso un José (acaso derivado de Josefina) y creó así a un oscuro oficinista que llena unos cuadernos en los que explica a detalle sus conflictos a la hora de tomar la pluma. Aunque se trata de observar el taller de la escritura, no es una obra que presuma conocimientos literarios, de un tono pedante o demasiado intelectual, sino el retrato de un hombre común enfrentado al arduo proceso de la creación.
En una carta, escribe Octavio Paz a Josefina Vicens: “Rescatar el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva), enfrentar la creación a la muerte, la ruina, el parloteo y la violencia: ¿no es una de las misiones del artista? Eso es lo que tú has realizado en El libro vacío [...]. Pues, ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que ‘nada tiene que decir’? Nos dice: ‘nada’, y esa nada —que es la de todos nosotros— se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres. Y así, un libro ‘individualista’ resulta fraternal, pues cada hombre que asume su condición solitaria y la verdad de su propia nada, asume la condición fatal de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general”.
Fue amiga de Juan Rulfo y, como él, autora de una obra breve: sólo dos novelas, una publicada en 1958, El libro vacío, y la otra en 1982, Los años falsos, en donde también se asoma al universo masculino, en esta caso el mundo de la política y el paso generacional del poder: Luis Alfonso Fernández es un adolescente cuyo padre (del mismo nombre) muere de forma accidental y que sin estar preparado para ello debe asumir los roles heredados: será esposo de su madre, padre de sus hermanas y amante de la amante de su padre; vestirá los trajes de éste y ocupará en la oficina de gobierno el puesto que él tenía. El monólogo del joven, en duelo consigo mismo, ocurre mientras observa en el panteón cómo las mujeres de la casa limpian y adornan la lápida. Lo femenino observado a la distancia.
La vida de Josefina Vicens no fue como la de esas mujeres resignadas que circulan en sus novelas. A los quince años empieza a trabajar para independizarse de la familia. Ejerce como secretaria en oficinas públicas y privadas (despachos de abogados, el Departamento Agrario, la Confederación Nacional Campesina e incluso el manicomio de La Castañeda), se hace cronista de toros, también articulista, y por un empleo administrativo llega a la industria cinematográfica para convertirse, luego, en guionista. Sus libretos más exitosos en términos de taquilla son aquellos que preparó en los años cincuenta para Sara García y Prudencia Grifell: Las señoritas Vivanco y El proceso de las señoritas Vivanco. Los más entrañables para ella: Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. Fue una sindicalista convencida y llegó a ser vicepresidenta de la Sociedad General de Escritores de México.
Sobre esta etapa cinematográfica, ha dicho Matilde Landeta: “Los guiones de Josefina nunca fueron estúpidos, todos tienen un motivo que los sustentara. Tuvo algunos más importantes que otros, eso es todo. Fue muy productiva porque hay que pensar lo que es escribir un argumento; si se escribe sobre las rodillas puede salir en un par de meses, pero cuando se escribe a conciencia representa un año de trabajo. Y si se une a eso que tenía que ganarse la vida, que escribía libros, y que fueron libros muy importantes en la literatura castellana, nos daremos cuenta de que la obra de Josefina fue tan importante como su vida”.
La Peque, le decían, un apodo que recibió desde joven porque era la de menor edad en el trabajo; se mantuvo porque aludía además a su complexión física y porque el mote cariñoso provocaba acercamientos, que a ella le agradaban, ya que no era muy dada a ejercer magisterio alguno. Huía de las verticalidades, se comunicaba de uno a uno, de tú a tú. En su vida personal y en sus novelas.
Este 2011 La Peque (que fue literariamente Diógenes García, Pepe Faroles, José García o Luis Alfonso Fernández), habría cumplido cien años.

Julio 2011

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lunes, julio 11, 2011



El biógrafo no tiene quien le escriba 

En la lista de los escritores fallecidos en el 2010 no suele incluirse a José Ramón García Manzano Abella (n. 1945), cuyo nombre de pluma era José Ramón Garmabella, acaso por haber cometido en vida el pecado de aparecer, sobre todo, en las secciones deportivas de los diarios, la radio y la televisión. Se deben a él ensayos biográficos o vidas contadas de personajes como Renato Leduc, Pepe Alameda, El Güero Téllez, la Pasionaria, Alfonso Quiroz Cuarón y Ramón Mercader, entre otros. La paradoja es que a varios meses de su muerte, ocurrida el 6 de noviembre de 2010, uno de nuestros biógrafos más constantes no ha tenido hasta ahora quien escriba su historia.
“El mérito de Garmabella”, dice Rafael Cardona, “es que asumió una forma propia de llevar adelante su oficio. Se puso a trabajar en un género tradicional como la biografía, y lo hizo muy bien. Era muy buen cronista, tenía una gran facilidad de palabra.”
Eduardo Camarena compartió micrófonos con Garmabella en la radio; hacían juntos el programa Esquina neutral. Recuerda haberle comentado un día: “Tú eres un intelectual, y para el deporte es un privilegio que alguien como tú esté metido en estos asuntos, para que quede claro que la cultura no está peleada con el deporte”.
Por su parte, Marcial Fernández lo evoca como “un erudito en la vida de otros que hizo de esas vidas su propia vida, y que pasaba meses pensando cómo pensarían un boxeador, un criminólogo, un asesino, una revolucionaria, un torero o un periodista para, al cabo de un tiempo, escribir sus biografías, ya en términos literarios, ya en términos periodísticos”.

Con Quiroz Cuarón, el criminólogo 

En la mayor parte de la obra de Garmabella sus herramientas básicas son la grabadora y, al transcribir, un oído atento a las peculiaridades de la voz narrativa del personaje con el que conversaba. Sabía ganarse la confianza de aquellas figuras que le llamaron la atención; o mejor aún: al hacer amistad con ellas, esa cercanía solía provocar largos diálogos y libros sustanciales.
Va un ejemplo: a Alfonso Quiroz Cuarón lo conoció en 1969 siendo Garmabella estudiante en la escuela de periodismo Carlos Septién García. Una invitación a dar una conferencia para alumnos y profesores de la Septién fue la llave que le abrió las puertas a la casa del criminólogo en el número 54 de la calle Valerio Trujano, en el inicio de una larga serie de conversaciones en la que Quiroz Cuarón se sentaba en su sillón favorito y relataba los pormenores de sus casos más impactantes.
“Sí, José Ramón fue gran amigo de Quiroz Cuarón”, confirma Cardona, “lo acompañaba, lo cuidaba. El viejo de repente se ponía unos pedos descomunales y José Ramón, que no se los ponía menores, lo andaba cargando: era como su escudero, le tenía respeto y cariño.”

Una voz autorizada 

Es de suponer que a través de Quiroz Cuarón se acercó Garmabella a Renato Leduc. Y acaso por ambos se contagió de taurofilia.
Apunta Marcial Fernández: “Lo conocí en el ambiente taurino en los muchos años en que fuimos cronistas y críticos de lo que sucede en ese mundo de sangre, oro y fracasos. José Ramón era, pues, un memorioso apasionado, un intelectual entre carniceros, y su fama en ese medio se deslizaba dual: se le atribuían oscuras fábulas nacidas por su gusto al trago, pero se le recuerda como una voz autorizada, argumentativa, llena de anécdotas, capaz de llenar de luces las aparentes sombras”.
Y recuerda Cardona un día en que él y Garmabella se encontraron en la plaza: “José Ramón andaba crudo, y creo que yo también. Nos sentamos por ahí, vimos unos lugares vacíos y nos acomodamos. Él traía una licorera; compramos unas cocacolas y él decía: ‘Vamos a darle un puyazo’, que era el chorro de la licorera en la cocacola. Y agregaba: ‘Aquí hay que pegarle como en la plaza de Madrid o en Bilbao: tres completos y sin bombear’. Entre puyazo y puyazo volvimos a agarrar la jarra y al sexto toro nos salimos. De repente, ya estando en el túnel, empezamos a oír unos gritos y nos regresamos: fue una de las grandes faenas de la temporada, que toreó Finito de Córdoba. ‘¡Coño, Flaco, estás viendo!’, me dice, “¡Nos habíamos salido y este cabrón toreando como los ángeles!’”
Marcial Fernández guarda la imagen precisa de Garmabella en la redacción de un diario terminando a máquina sus dos cuartillas de crónica taurina y entregándoselas al editor:
—Aquí, una pequeña obra literaria —decía.

Memoria fotográfica 

Pertenecía Garmabella a esa especie en peligro de extinción de la “crítica especializada”; sus dominios eran los toros y el boxeo.
Para Eduardo Camarena se trataba de un hombre con una memoria fotográfica increíble. “Tenía detalles de situaciones boxísticas que él vio o vivió en el lugar o a través de la televisión, y tenía la gran virtud de explicarte perfectamente esos detalles. El libro Grandes leyendas del boxeo, el último que hizo, surgió porque en el estudio de radio entrevistábamos para Esquina neutral a los peleadores, y en alguna charla él me propuso: ‘Vamos a hacer un librito’. Y yo le dije: ‘Hazlo tú, eres el bueno para eso’. Le insistí que en México no había mucha literatura deportiva, y mucho menos literatura boxística.”
En los libros de Garmabella suele incluirse la frase de que el autor ha respetado el lenguaje propio de las personalidades con las que conversa. Respeta el lenguaje personal, o se basa en él, para crear historias con la consistencia literaria suficiente para mantener el interés de los lectores. Garmabella no sólo transcribía, creaba al escuchar, concentraba biografías en anécdotas significativas, con un buen trabajo de edición daba forma a las vidas con las que se encontraba.

“Me voy a levantar” 

Con la enfermedad, la presencia de Garmabella en el estudio de radio se fue espaciando. “En los últimos meses conversábamos por teléfono”, dice Eduardo Camarena. “Él ya no podía ir a la estación y a veces tampoco podía ver las peleas. En cuanto al pasado no tenía problemas, podía habar con soltura de Alí, Frazer o la Chiquita González, pero con respecto al presente ocurría que las funciones eran tarde y ya no le alcanzaba la condición física para desvelarse y verlas por televisión. Un día lloramos los dos cuando le dije: “No te preocupes, cabrón, eres de buena madera”, y él respondió: “Sí, estoy tirado pero no estoy noqueado: me voy a levantar”. Fue una de las últimas pláticas que tuvimos.”
No sabe Marcial Fernández cuántos libros biográficos escribió Garmabella. “Lo que sí sé es que gocé las lecturas de las personalidades que convirtió en personajes dignos de la mejor literatura, nombres que José Ramón resucitó con todas sus ficciones y realidades.”
Y cierra Cardona: “Era un hombre entretenido, amable. Era un tertuliano: le gustaba sentarse con un grupo de amigos y hablar, contar cosas. Era un especie de juglar, le gustaba platicar, tomar la copa y, por desgracia, fumar como si se fuera a acabar el mundo, y de ahí le vino la enfermedad que lo mató. Era un hombre de comunicación, todo lo que fuera un micrófono le venía bien. Y creo que era mejor hablando que escribiendo, aunque no escribía mal; era un periodista culto que se expresaba bien por escrito y mucho mejor todavía con la palabra hablada”.

Julio 2011

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