lunes, febrero 14, 2011


Claudio Isaac y los afanes de un retratista

Tanto en el documental como en la pintura, el trabajo de Claudio Isaac (Ciudad de México, 1957) podría definirse bajo una misma seña: retratos literarios. Lo fueron años atrás los cortometrajes que realizó en torno a figuras como Jaime Sabines, Pita Amor y Octavio Paz, lo han sido a lo largo de su vida esos cuadros de escritores en los que trabaja cotidianamente (entre los que sobresalen los dedicados al irlandés James Joyce), y lo es la serie Palabra empeñada, hecha en colaboración con Jaime Kuri, que transmite TVUNAM los viernes por la noche.
“Al pintor o al cineasta”, explica, “antecede el personaje del lector, un lector agradecido, admirado. A los dieciocho o los diecinueve años, como lector de Jaime Sabines empecé a tramar la manera de acercármele, y así fue como escribí un primer texto que llevé al Centro de Cortometraje de Churubusco. En ese texto reflexionaba sobre el hecho de que el cine sonoro en México no se había ocupado debidamente de personajes como Xavier Villaurrutia o Concha Urquiza, tan lejanos para nosotros como Nezahualcóyotl o Sor Juana. Es decir, había que filmar a los escritores, dejar un testimonio cinematográfico de su paso por el mundo. Y proponía empezar con Sabines.”
—¿Cómo resultó esa experiencia?
—Fue una cosa extraordinaria. Primero rechazó fulminantemente a los cineasta que llegaron a Chiapas a buscarlo, se puso una borrachera y se fue a refugiar a un congal en la selva. Margarita López Portillo tuvo que hablar al gobernador de Chiapas, hermano de Sabines, para pedirle que recuperara al poeta de donde estuviera. Éste llegó con manchas de suero en los brazos, porque lo revivieron para poderlo presentar. Todo fue por una angustia terrible de que lo fueran a filmar. En el primer encuentro se dio un suerte de amor a primera vista, no conmigo sino con mi entonces mujer, a la que Jaime le clavó el ojo, circunstancia que facilitó mucho las cosas.
Intentó luego filmar a Juan Rulfo, a quien se le vinieron encima los militares cuando hizo unas declaraciones que provocaron polémica y eso lo llevó a esconderse. Se encontró después con Pita Amor, que se dirigió a sí misma e incluso versificaba las respuestas. Hasta arribar a Octavio Paz, territorio rico y generoso.
“Siento que tuvo la inteligencia de razonar: bueno, yo soy Octavio Paz pero Claudio es el capitán de este barco. Me conmovió mucho cuando filmamos un domingo en una casa de Coyoacán que se parecía a la casa de su infancia en Mixcoac, y él llegó con unas cuartillas escritas a máquina por él mismo con los lineamientos de lo que habíamos decidido, en varias juntas previas, con té y pastitas de por medio, que se diría. En esas sesiones pude ver su fragilidad. Tengo la idea de que el lado dictatorial de Paz viene de una profunda inseguridad. He conocido poca gente tan injustificadamente insegura como Octavio Paz. Eso explica para mí, no justifica, el lado del dictador.”
—¿Cuáles serían las reglas del retrato literario?
—Siempre he tratado de cuidarles las espaldas a los autores, creo que esa es mi labor. Yo quedo bien si hago quedar bien al sujeto, no edulcorándolo ni maquillándolo. Todo mundo tiene lapsus y dice cosas que no vienen al caso; siempre es perturbador ver tu imagen u oír tu voz. Para nada tengo el espíritu del paparazzo, trato de acolchonar el asunto y ser muy protectivo con ellos.
Esto le recuerda una anécdota que vivió con su padre, Alberto Isaac, que practicaba la caricatura: “En una comida estábamos haciendo caricaturas de los comenzales, y yo tendía más a una benevolencia en el trazo; me di cuenta que no tenía las herramientas propias del caricaturista, que exagera las facciones o distorsiona y hace mofa. Tiendo a tener una clemencia natural para con el retratado. Esa misma nobleza la he aplicado en el cine”.
—A muchos escritores les incomoda la cámara…
—Un literato no es un actor entrenado para varias tomas o al que se le pide que diga algo con más énfasis. Cualquier mortal que no está entrenado como actor entre más repite algo más extraño y falso se siente, artificial ante la cámara. Busco reducir la complicación técnica al mínimo, para que el personaje no se sienta apabullado por el medio. Creo que la clave es la complicidad.
—¿Cómo manejas el ego?
—Ese se puede controlar en el momento en que ellos me entregan su confianza. Si el ego es demasiado y no entendieron mis propuestas, queda el recurso de la edición. He establecido una suerte de fair play en pantalla, y recurro a los oscurecimientos y aclaramientos, en donde estoy interrumpiendo el discurso. Aunque sean escritores, profesionales de la palabra, es como reconstruir el discurso en aras de una mayor claridad. Me viene a la mente esa fórmula de Witold Wombrowicz de “elaborar la autenticidad”: apelar al artificio para llegar a la esencia, algo que sea más neto, más real.
—Ocurre que el autor se crea una imagen pública, y quizá sea la oportunidad de desenmascararlo.
—Me gusta la imagen de desenmascarar pero, al contrario del paparazzo, aquí se trataría de un proceso de desenmascaramiento por seducción de la cámara, convencimiento y acuerdo con el cineasta. Nunca me ha interesado preguntar sobre los premios literarios, a menos que quisiera exponer la vanidad del escritor, pero ese tipo de defectos no me interesa ponerlos en pantalla. Ya desde el temario se está incidiendo en un área del alma del escritor que a fuerza tiene que acabar desnudándose. Y se trata, claro, de que todo gire en la órbita de la obra.

Febrero 2011

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jueves, febrero 03, 2011




Algo extraño sucede con Esther


A finales del 2009 en espectaculares y parabuses de la ciudad se leía, como publicidad de un estreno cinematográfico inminente, la frase con la que encabezo este artículo, frase que al verla a muchos nos llevó a pensar entonces no en el filme anunciado, una cinta hoy en el olvido, sino en la escritora Esther Seligson (1941-2010): en efecto, algo extraño ocurría con ella.
Se dedicó en los últimos años a cerrar caminos. Preparó para el Fondo de Cultura Económica varias antologías personales, una de ensayos literarios (A campo traviesa, 2005), otra de textos narrativos de trasfondo mítico (Toda la luz, 2006) y una más, que se publicaría póstumamente, de poesía (Negro es su rostro/Simiente, 2010), además del conjunto de sus críticas teatrales para el semanario Proceso (Para vivir el teatro, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2008). También dejó sus clases en el Centro Universitario de Teatro (a sus alumnos dedica ese último tomo), terminó su trienio en el Sistema Nacional de Creadores… Y quien la visitaba podía recibir a la salida de su departamento un regalo insólito, algo de la cocina, por ejemplo, o un libro que ya no iba a necesitar. Se trataba un poco de poner en orden sus cosas, pero también se estaba despidiendo.
Era común que lo hiciera porque le gustaba viajar; y en el ejercicio de soltar amarras fue siempre una mujer hábil. En sus vagabundeos por el mundo recuperaba algo de aquello que lo cotidiano desgasta o destruye, y a su regreso era toda energía, una bomba de creatividad y humanidad, lo que se concentraba en las presentaciones de sus libros, que eran como la fiesta de recibimiento (con flores, muchas flores), con un mensaje claro de “ya estoy aquí otra vez”, plena, luminosa, cálida, como siempre.
Quizá esa última etapa tenía una gravedad nueva, distinta, que alcanza a percibirse en el volumen de cuentos Cicatrices (Páramo Ediciones/Conaculta, 2009), por algunos títulos (“Cuerpos a la deriva”, “Descanse en paz”, “El cementerio” o “Epitafio”) y los argumentos; en el arranque, una mujer va tumbada en una carreta sobre la paja húmeda: “¿Así que finalmente había sucumbido a la peste? Bueno, piensa, mejor, ya no tendré que ocuparme de otros cuerpos. Ahora al suyo le toca su descanso”. El libro pudo llamarse también Agonías, mas el título se justifica con los pensamientos o fragmentos del cierre, que son variaciones en torno a un mismo punto: la cicatriz de Dios, se dice ahí, está en nuestra muerte. “Poco importa si ella [la muerte] llegó por su propio pie o si por bala o tajo, cáncer o sida. O si la llamamos con somníferos, soga, fuego, gas o accidente. La cicatriz de Dios siempre se abre para darnos paso”.
En uno de los textos centrales, “Ella, mi madre”, y un poco a la manera de la Simone de Beauvoir de Una muerte muy dulce (1964), recupera las últimas horas de María Berenfeld de Seligson, quien dejó de existir a la edad de 75 años el 21 de abril de 1997 a las 13: 25 horas…
Por lo anterior no se necesita ser detective para descubrir las rondas que daba su escritura. La claridad, que a veces puede ser cruda, era una de las virtudes de su prosa; y en este caso esa claridad ilumina el tramo final.
Pero ahí no acaba su historia, pues alcanzó a concluir Todo aquí es polvo (Bruguera, 2010), que retoma esa narración en torno a la muerte de la madre y sigue explorando en el ámbito familiar: el amargor del padre, la lejanía de la hermana, la machincuepa del hijo desde un onceavo piso… “Sí, es extraño que para comprender al prójimo tengamos que apartarnos de él; extraño reencontrar siempre el sendero de la infancia y huir de él (vanamente); curioso, al decir del poeta, cuán ajenos podemos ser para quienes más habríamos de conocer, para quienes nos habrían de conocer mejor.”
Lo que se inició como una novela, informan los editores, terminó convirtiéndose en una memoria, ficción o fricción autobiográfica, que abarca cuatro estaciones: “Dúo” (que es más bien una trinidad), “Mi infancia tiene olor a nata fresca”, “Sacerdotes sin reino y sin corona” y “Una ventana con la cortina al aire”. Se dibuja a un ser maravillado, y harto también, de la compleja, contradictoria e indescifrable esencia de la condición humana, momentos antes de que se abra (o cierre) la última puerta: “Me habría gustado que mis cenizas fueran dispersadas en el Tajo, desde Toledo, para enlazar mis amores y acompañar su trayecto río abajo, fleco líquido entre las grietas de los riscos, caballo desbocado espumeando por los belfos, cascada liquen, vellón asperjado de estrellas y soles, corimbo de olas... La muerte ha de ser entrar en un mar infinitamente poroso, azul zafiro brillante, translúcido…”
Décadas atrás, conocí a Esther Seligson en mis pesquisas en torno al fantasma del escritor Francisco Tario. Lo había tratado en Madrid siendo ella muy joven; sobre él y su hermano Antonio, y su infancia en Llanes, escribió el cuento “Un huerto frente al mar”, incluido en Luz de dos (1978). Se creó entre nosotros, desde entonces (y por Tario), una cierta amistad, que tuvo su segundo aire por el reencuentro de Esther con mi hija Isabel (a la que conoció de bebé, dormida en un bambineto rojo, en las oficinas del semanario Proceso), alumna suya en el CUT y aceptada también en el círculo de iniciados en la lectura del Tarot que presidía los sábados como Bruja Mayor.
No se ha ido Esther. A un año de su desaparición física sigue ahí, vuelta energía, confrontándonos con su intensidad profunda, su luz total, presente en sus viejos libros y en sus nuevos libros. Algo extrañó sucede, siempre, con ella. Para no perdernos, si no es que para salvarnos, habrá que habitar perpetuamente (o hasta que la vida así lo permita) en su universo.

Febrero 2011

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