domingo, octubre 24, 2010





Hazañas deportivas, hazañas literarias


Ariel González Jiménez

El nuevo libro de Alejandro Toledo, A sol y asombro (Conaculta, Colección de Periodismo Cultural, 2010) es una muestra fehaciente y rigurosa de que la entrevista comparte todas y las mejores posibilidades como género periodístico y literario. En el primer sentido, los trabajos que reúne nuestro autor en este libro suponen toda la agilidad, oportunidad, paciencia, búsqueda e inmediatez que los medios siempre nos exigen; en el segundo, encontramos todas las posibilidades del diálogo, la escucha atenta de la palabra del otro, un laborioso procedimiento de pulido y perfección que sólo alguien con miras literarias puede alcanzar al momento de realizar prácticamente cualquier entrevista, porque en todas ellas se pone en el centro no sólo a un personaje, sino su más fiel representación a través de la escritura.
Dice Humberto Mussachio, en el prólogo de A sol y asombro, que “Alejandro Toledo conoce y acata las exigencias de veracidad del periodismo, pero al poseer los secretos de la alquimia literaria transmuta la materia vil en metal precioso y combina las palabras de manera que no traiciona al declarante, pero le da una claridad y una precisión de la que carece”.
Así que estamos, en primer lugar, frente a un libro de entrevistas, pero uno que alcanza a constituirse, merced al gusto por la palabra que hemos señalado, en una galería abierta y diáfana que hace ver al lector a escritores, toreros, críticos literarios, entrenadores de futbol, filósofos y comentaristas deportivos como pocas veces se nos presentan: en todo su vigor intelectual, en toda su fuerza creativa y, sobre todo, como personajes llenos de pasión e intensidad vitales.
Sin embargo, casi aritméticamente el libro de Toledo está dividido en dos grandes rutas: la literaria y la deportiva (recorridas ambas por el fino instrumental de la entrevista cara a cara, la cual compromete siempre el compartir largas sesiones frente a una grabadora, como las que deben estar detrás del magnífico retrato de Vicente Leñero que consigue el autor, o circunstancias inesperadas como el viaje por la carretera a Toluca al lado de Fernando Savater, con todo y unos guardaespaldas asignados por la Secretaría de Gobernación para proteger al pensador amenazado de muerte por la ETA).
El primer gran tramo de esta obra puede decirse que nos presenta al Alejandro Toledo más conocido y reconocido en los ambientes culturales: el escritor capaz de hacer que Jaime Sabines hurgue en su pasado, en anécdotas y situaciones que de un modo u otro determinaron su poética; el que construye un curioso tête à tête entre Seymour Menton y Luis Leal, “especialistas en la literatura latinoamericana y seguidores obsesivos, al otro lado del río Bravo, de las letras mexicanas”.
En cambio, la segunda parte se extiende como una pista donde Toledo va, con gran soltura y sin perder ni por un momento el gusto por la palabra bien colocada, de las cimas del Aconcagua (y obviamente de sus conquistadores mexicanos, con Roberto Mangas a la cabeza) a una tienta de vacas en el rancho La Guadalupana con Eulalio López Zotoluco, pasando por las confesiones deportivas y profesionales de una figura emblemática del comentario deportivo en nuestro país: Fernando Marcos, o las reflexiones sobre la victoria y la derrota de un hombre “inmerso en el futbol” (como se autodefinía), Nacho Trelles.
Transcurren buenos tiempos donde la literatura y el deporte ya no se miran como extraños. Haruki Murakami, en De qué hablo cuando hablo de correr, ha dicho que escribir una novela se parece mucho a entrenar para un maratón; y algo debe saber el candidato japonés al Nobel de Literatura cuando ha corrido más de veinte maratones y escrito un número similar de novelas.
En el mismo terreno, aunque sin experiencia como fondista, Jean Echenoz se ha dejado seducir por la figura del inolvidable corredor checo Emil Zátopek, cuya vida sirve de base para su novela Correr. En su obra La vida es un balón redondo, el editor y ex futbolista Vladimir Dimitrijevic se instala en parangones que hace no mucho hubieran parecido extravagantes (como el de que Beckenbauer es como un epígono de Paul Valéry).
Y aquí en México tenemos una verdadera selección de autores, con marcado énfasis futbolístico, que ha hecho las delicias no sólo de quienes gustan de este deporte, sino de la buena escritura: Nacho Trejo Fuentes, Javier García Galiano, Juan Villoro, Luis Miguel Aguilar, Rafael Pérez Gay, por mencionar a unos cuantos de sus delanteros…
De ahí que cuando Alejandro Toledo nos presenta a algunos futbolistas ejemplares, alpinistas tenaces e incorrectos toreros (incluida una simplemente incorrectísima Cristina Sánchez), mi impresión como hombre de pocas canchas y plazas es que ha conseguido acercar una vez más las hazañas deportivas con las hazañas de la literatura, quizás porque en el fondo ambas tienen como punto de partida la vida misma.

Octubre 2010

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viernes, octubre 22, 2010

Antonio Alatorre (1922-2010)
Entre la Musa y los mil y un años 

1. La gran historia de la lengua española

La lengua española goza de buena salud. El ideal de un castellano derecho, “o sea equilibrado, seguro de su masa estable o patrimonial, y atento a la vez a esa izquierda y esa derecha que son el habla del ‘vulgo’ y el habla de los ‘exquisitos’ ”, parece ser el impulso más alto de Los 1,001 años de la lengua española (1990), de Antonio Alatorre. No obstante, esta magna obra es hasta ahora el único libro publicado por Alatorre, quien es autor de numerosos artículos, ensayos y reseñas todavía no reunidos en volumen.
Antonio Alatorre entra a la historia de la literatura mexicana en 1945, cuando edita con Juan José Arreola en la ciudad de Guadalajara la revista Pan (son los primeros en dar a la imprenta, por ejemplo, “Macario” y “Nos han dado la tierra”, de Juan Rulfo, o “El converso” y “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”, del propio Arreola). Alatorre ahí se presenta, primero, como traductor; después, como poeta; y, finalmente, como reseñista. Puede situarse, siguiendo las clasificaciones académicas, entre el “telúrico” Rulfo y el “cosmopolita” Arreola.
La espera a publicar no ha implicado desgarramientos. Alatorre siguió la carrera académica y ha resguardado la escritura en un largo ejercicio de paciencia. La prosa de Los 1,001 años sorprende por su apertura; al igual que en los escritos de José Luis Martínez, el camino de la frase es múltiple y corre como un hilo de mar. Hay en ambos la búsqueda de un “lector común” (el no especializado): “un poco de interés, un poco de curiosidad es suficiente”, escribe Alatorre. Lo que recuerda a Juan de Valdés: “El estilo que tengo me es natural, y sin afectación ninguna escrivo [sic y siguientes] como hablo; solamente tengo cuidado de usar vocablos que signifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto más llanamente me es posible porque, a mi parecer, en ninguna lengua está bien la afectación”.
Entrevistado en su casa de Las Águilas, Antonio Alatorre persigue esa historia personal que dio origen a sus mil y un años de la lengua española.

Tejer un idioma

—¿Cuál ha sido su relación con el lenguaje?
—La pregunta encierra muchas cosas. Mi encuentro con el lenguaje se inicia, claro, cuando niño y los diferentes cír culos por los que vamos viajando: la madre, la familia, los compañeros, el pueblo... En mi Autlán de la Grana, Jalisco, la ma ne ra normal de conjugar el verbo “quebrar”, era por ejemplo, “yo quebro”, “tú quebras”, etcétera. Hasta mucho tiempo después me vine a dar cuenta de que estaba cometiendo un horrible error gramatical. En el Autlán de mis tiempos ésa era la norma culta. En la infancia también aprende uno a amar la lengua. El interés por cómo estaban hechos los versos tiene que venir de dentro. Pongo el ejemplo siguiente: “Luna, luna, dame una tuna / la que me diste se fue a la laguna”, que mi madre me decía cuando niño. Ahí hay lenguaje, hay fantasía, gusto por el ritmo. Yo diría que esa adquisición del lenguaje en el niño es su entrada a la humanidad. Muy pronto me acer qué no sólo al español, sino además al griego, al latín y al francés. Esto no porque me sintiera llamado a seguir una carrera de filólogo; fueron circunstancias muy particulares. Mi padre era un comerciante de mediana actividad en el pueblo; la crisis del 33 lo afectó grandemente hasta dejarlo casi en la ruina. Terminaba yo la primaria y mi padre se en frentó a mí para decirme que él estaba muy pobre y no po dría sostenerme la secundaria. Entonces pensó meterme a un seminario, para decirlo brevemente, ya que la educación ahí era gratis. Fui de mala gana y los estudios me hicieron dudar de que yo tuviera vocación de cura. Pero el griego, el latín y el francés fueron grandes hallazgos que luego apre cia ría. Quien sabe latín y francés, además del español, puede entrar con facilidad al italiano y al portugués. Esas lenguas entran naturalmente en cualquier momento. Mi paso por el seminario fue cuando tenía doce, trece, catorce años, y creo que fue un momento adecuado. Hice traducción y composición en griego y latín, siguiendo los ejercicios comunes de una escuela religiosa. Al entrar al griego recuerdo el placer que sentía de escribir esas otras letras, el dominio del alfabeto: era una satisfacción, pues, de orden estético.
—Pero el amor por esas lenguas venía de una actitud religiosa.
—Nunca tuve la meta de llegar a ser “religioso”; en cierto modo dejé de creer y fue para mí una época muy amarga, pues sin creer lo único que me sostenía era el estudio, el gusto por estudiar que ahí adquirí y por lo cual les estoy muy agrade cido.
—¿Hacia dónde lo encaminó el rompimiento con el seminario?
—Justamente después de salir de esa orden religiosa llegué a Guadalajara, donde conocí a Juan José Arreola, a quien considero como mi primer maestro. Arreola es cuatro años mayor que yo; en ese momento en edad real me superaba como veinte años. La historia de este encuentro ya la he contado en otra ocasión, en el texto introductorio a la edición facsimilar de Pan, la revista que hicimos ambos en 1945.
En el citado estudio introductorio, escribe Alatorre: “Arreola trabajaba de planta en el periódico El Occidental (el de entonces, sin relación con el que hoy lleva ese nombre). Allí lo conocí. Yo era colaborador externo: me encargaba, cosa curiosa, de llenar la ‘Página del agricultor’ (los martes) a base de tijeras y engrudo, que era el método con que Arreola hacía la ‘Página literaria’ (los domingos)”. Luego añade: “Lo que más claramente me sedujo de Arreola [...] fue su exaltado amor a las palabras, su gusto por ellas, su regocijo, sus celebraciones. Había palabras que le llenaban la boca y lo dejaban casi en éx tasis. Así la palabra Fuensanta. Así la palabra Orso. Así la palabra magenta. [...] Y así centenares y centenares de palabras, de versos, de pasajes de prosa purpúrea y florida o de prosa acerada y concisa. [...] Con esto queda suficientemente explicado cómo el sentirme ‘al unísono’ con él convirtió mi primer año de filología (filología es ‘amor a la palabra’) en una fiesta continua. [...] Arreola fue para mí más, mucho más que un guía literario”.
Aquella edición facsimilar publicada en 1985 por el Fondo de Cultura Económica, contiene también las siguientes confesiones: “Así, pues, el año que precedió al primer número de Pan estuvo dedicado, full-time, a mi desembrutecimiento, a mi déniai sement. Fue ‘el año del banquete’. Mi organismo interior comenzó, con la voracidad del hambriento crónico, a llenar sus inmensos vacíos y a asimilar platillo tras platillo, en la alegría más desvergonzada, y sin indigestión alguna. Y todo, o casi todo, fue regalo de Arreola. Siempre he dicho que Arreola me sacó de Egipto”.
En Pan, Alatorre publicó traducciones del francés, reseñas (una reseña dedicada a Los hombres del alba, de Efraín Huerta) y poesía. El poema “Al unísono” refiere su encuentro con Arreola: “Sobre un tiempo gemelo fincamos / un nido de momentos. [...] Hay que ver ciertos lados, / ciertos ángulos sin aristas, invisibles, de ciertos asuntos. / Y hay que ponerse de acuerdo en qué matices, / en qué color de la risa. / Si un sonido raro de un libro, / si el tono de flauta o de viola / de una pequeña palabra...” Para, luego de cuatro es trofas, concluir: “Entonces, ¡qué dulce: / paladear un poema, una tarde, una brizna! / Con perlas redondas tejer un idioma. / Gustar el silencio, y lentamente, / lentamente, en silencio, hojear la vida”.
Dice ahora Antonio Alatorre: “Yo creo que Arreola es el ser que lleva más a flor de piel el amor al lenguaje, el deleite de la palabra, esa manera que tiene de estar soltando frases simple men te buscando la armonía, sin querer decir nada, sólo por deleitarse, ese modo tan sensual de recitar a Carlos Pellicer o a Ramón López Velarde”.
—Este periodo de sus vidas finaliza con el viaje que hace Arreola a Francia, becado por Louis Jouvet.
—Él vive unos meses en París y yo me instalo en la ciudad de México para estudiar con Raimundo Lida, que es mi otro maestro, tan enamorado del lenguaje como Arreola pero no a lo lírico sino a lo académico, un academicismo lleno de en tusiasmo.
Respecto a este personaje, apunta Alatorre en Los 1,001 años de la lengua española: “Pero el hombre que más me ha enseñado a mí es Raimundo Lida (1908-1979), de quien fui discípulo en México (él lo fue a su vez de Amado Alonso en Buenos Aires, y Amado Alonso lo fue de Ramón Menéndez Pidal en Madrid). Entre muchas otras cosas, de él me viene la convicción profunda de que el estudio verdadero de la literatura no puede destrabarse del estudio de la lengua, y viceversa. Estudiar en sus clases la historia de la lengua en los siglos xii y xiii era lo mismo que enseñarse a amar el Cantar de mio Cid o los poemas de Gonzalo de Berceo. Las páginas que siguen están, por eso, dedicadas a su memoria”.
Esa cadena de eminentes filólogos que comienza con Menéndez Pidal y termina con Lida tiene su luz en el presente; quizás en cuanto a la influencia de este último podamos hablar de dos continuadores: el propio Alatorre y Tomás Segovia, autor del monumental estudio Poética y profética.
“Entiendo por filología”, dice Alatorre en la entrevista, “un interés por todo aquello que se refiere a la lengua española, lo cual nos hace ir inmediatamente hacia Cataluña y Portugal, y el parentesco del español con las otras lenguas hijas del latín, es decir el estudio de la filología románica, y además un interés por las cosas que se fueron creando. No sólo es la explicación de las palabras del Mio Cid sino también la comprensión de la hermosura de ese poema. La filología es el interés por todo lo que se relaciona con el len guaje, y la expresión más concreta y más elevada del lenguaje es la literatura. Otra definición famosa de filología dice que ‘es la ciencia de lo que se conoce’. He ahí el mayor reto.”

Academia y creación

—Las figuras de Juan José Arreola y Raimundo Lida parecen contraponer las actitudes de creador y académico, ¿estas instancias han rivalizado en usted?
—Uno de los resultados de mi trato con Arreola fue que de pronto yo estaba haciendo versos. Es normal que los adolescentes escriban versos a los quince y dieciséis años, pero a mí ese impulso me vino tardíamente pues estaba muy atrasado. A los veintidós años escribí esos poemas que están en la revista Pan; Arreola, claro, los apreció y yo seguí escribiendo pero sin publicar. Luego asistí a las clases de Lida en el Colegio de México y ahí realmente lo que importaba era lo que sabía hacer Lida y no esos versitos que imitaban un poco a Pablo Neruda. Desde el punto de vista de Arreola, mi carrera de creador literario quedó trunca. Aunque mi punto de vista es muy distinto: yo hice esos versos bajo un impulso adolescente y muy pronto entendí que esos juegos no eran nada com pa rados con lo otro. Entonces me puse a escribir cosas relacionadas con la investigación. Lo primero fue un extenso prólogo a las Heroidas de Ovidio, traducidas por mí, en el que explicaba quién era el autor, cómo se desarrolló su vida, etcétera. Ejercí una prosa que podríamos llamar erudita, principalmente en la Revista de filología hispánica. También en cuanto a es tos trabajos no he sido un escritor muy fecundo pues me obsesionaba la recolección de fichas; decía: déjenme completar mis fichas, la escritura vendrá después.
—A la prosa erudita le ha acompañado otra más llana, con intereses de divulgación.
—Sí. Cuando me llegaba una invitación para colaborar en una revista no especializada, automáticamente cambiaba yo de tono, explicaba un poco más... Quería escribir para la gente. Escribir para la gente significa tener cuidado de cómo dice uno las cosas. Siento que ahí es más visible la huella de Arreola; él es un hombre que cuida todas sus frases. Algo en lo que Arreola puede fallar es en que por la seducción de la frase a veces olvida un poco la lógica: pone una coma donde no debe ir... Esa manera, digamos, de pensar lógicamente. Si yo le presentaba un texto a Raimundo Lida él lo leía en mi presencia; sus comentarios eran más o menos de este modo: “Fíjese, aquí hay este que seguido de otro. Debería quitar uno de ellos. ¿Qué le parece si acomodamos esta frase así?” ¿Cuál es el sentido de esta corrección? ¿La coquetería? No. Sirve para que el lector no tenga esa piedrita en el camino, para que la frase sea fluida, lo que en resumidas cuentas nos puede llevar a una hermosura del lenguaje.
Sigue: “Los intereses erudito y didáctico no tienen por qué rivalizar. He llegado a un momento en que prefiero no distinguir. Mi prosa quiere ser igual de legible y clara cuando escribo un artículo técnico, con notas a pie de página, abreviaturas, etcétera, que cuando busco un público más amplio. En Los 1,001 años de la lengua española intento dialogar con los expertos y con los simplemente interesados. Me importa saber qué tan legible soy, qué tan bien he contado mi historia; además, si lo que digo es técnicamente cierto o no, si cometo algunas fallas. La respuesta a todo ello está en los lectores”.
—¿La disociación entre una lengua culta y una vulgar es un proceso continuo? En el caso preciso del latín, el modo como era hablado por el pueblo dio origen a las lenguas modernas.
—Esa disociación, digamos, existe más o menos siempre. Pienso en la novela más realista de José Agustín, en la que uno puede reconocer la lengua de los adolescentes y por lo que se diría que está muy cerca del lenguaje “real”; uno se dará cuenta también de que ahí hay una organización, que todo ha sido preparado artificiosamente. Artificio y naturaleza son los dos platillos de la balanza. En la antinomia latín clásico/latín vulgar estos platillos estaban muy desequilibrados; un grupo culturalmente fuerte quería mantener una tradición. La distancia entre lo que decían los profesores y lo que se decía en la calle era enorme. Por eso le tengo una gran simpatía irónica a Probo, defensor en el siglo iii de las formas correctas de expresión, modelo de gramático empeñado en que todo mundo hable bien, correctamente, según esquemas anacrónicos. Probo hace una lista de las cosas que la gente dice y de cómo se tienen que decir: no digas de esta forma, di de esta otra. Lo que él sistemáticamente castiga es lo que gana; su apéndice nos acerca de modo involuntario a los primeros balbuceos de las lenguas que siglos más tarde lo grarían su esplendor.
—Entonces lo que llamamos una expresión incorrecta no es tal: escapa del canon académico, pero en sus leyes es válida.
—Lo diría de otra manera: el habla común es el modo como la gente da expresión a eso que se llama “la lengua”. No es que sean las incorrecciones las que hacen la lengua, son los hablantes los que la modelan a su manera. Los conservadores quieren que la lengua sea siempre exactamente igual. El concepto de incorrección estorba. Podemos decir “incorrección” cuando nos colocamos en el punto de vista del gramático, del conservador, o del que dice: “Bueno, hasta ahora la lengua ha sido así, este giro me perturba. Según mi idea de la lengua la voy a llamar incorrección”. ¿Por qué hacemos eso? Bueno, porque nos damos cuenta de la ventaja de hablar una sola lengua. Avergonzarse de que en mi casa se diga “yo cabo” es como avergonzarse de que mis hijos ya grandes no sepan usar el tenedor para comer, porque es algo que implica una educación. En algo tan íntimo como la lengua, el resultado de este deseo de quedar bien no sería sino la cohesión de la lengua, lo que se llama la norma culta: la lengua que constantemente vemos escrita.

1990

2. Sor Juana en tiempo presente

—¿Cómo fue su encuentro con la obra de Sor Juana?
—Podría decir que estaba predispuesto, ya que desde hace bastante tiempo me dedico a la poesía española del Siglo de Oro. Mientras leía por vez primera a los poetas de este periodo, muchas veces me apartaba de la finalidad de la investigación y tomaba apuntes sobre otras cosas: la técnica, el verso... Vayamos a Sor Juana. Tenía cierta prevención en contra pues me desagradan las expresiones: “la gran poetisa nuestra” o “el orgullo de México”. Pensaba que si me metía a estudiar a Sor Juana por ser mexicana y para subrayar nuestro orgullito nacional no estaba haciendo algo bueno. Me disgustan ciertos entusiasmos. El de Alfonso Méndez Plancarte, a quien respeto, me choca en ciertos superlativos, igual que el de Francisco de la Maza. Me asomaba, sí, por la obra de Sor Juana; hay ciertos sonetos que naturalmente han estado cerca de mí... Para entrarle a un autor, sobre todo para quien pertenece a la tribu académica, ayuda dar un curso, pero yo era profesor de teoría literaria en la UNAM. En la Universidad de Princeton, en cambio, me especializaba en poesía del Siglo de Oro. Alguna vez, en 1970, creo, me pidieron un curso sobre literatura colonial, y me dio cierta flojera pues hay que poner cosas tan distintas como el Inca Garcilaso con Sigüenza y Góngora... Y me dije: qué tal si agarro sólo a Sor Juana. Tuve todo el tiempo para leerla, y fue descubrimiento tras descubrimiento. Había una cantidad de cosas que no conocía, como los romances, los villancicos... Fue una admiración constante, qué gracia, qué manejo de las palabras. Y del Primero sueño tenía una idea pero nunca me había puesto a leerlo. ¡Qué poema inmenso! De manera que había allí una alegría muy especial de decir: he llegado a Sor Juana por caminos completamente ajenos del entusiasmo patriotero. ¡Qué gran poeta es! Y sobre todo aquí entra otro elemento que me parece importante: mi conocimiento de la tradición poética española me hacía poner a Sor Juana con toda naturalidad en el ambiente en que vivió, ella estaba compitiendo con lo mejor que se hacía en esos momentos. Y a partir de entonces tengo un montón de cosas que decir sobre una obra que me ha llamado poderosamente la atención. Yo sé que no voy a escribir todo lo que pienso escribir, pero lo que escriba lo voy a escribir con calma.

Lavar pañales nunca le entró en la cabeza

Antes de este encuentro definitivo, hacia 1956 Antonio Alatorre había publicado un primer ensayo sobre la obra de Sor Juana en la revista El Rehilete. “Hay un poeta latino tardío que se llama Ausonio; él tiene varios epigramas con el juego de ‘yo quiero a Fulana, pero ella no me quiere, en cambio Zutana anda loca por mí y yo la rechazo’, lo mismo que desarrolla Sor Juana en tres sonetos. Varios poetas anteriores a Sor Juana, uno de ellos Lope de Vega, habían aprovechado el tema ingenioso. Me llamaba la atención que Méndez Plancarte descubriera en esos sonetos de Sor Juana un tono marcadamente autobiográfico, cuando lo que yo encontraba era el deseo de Sor Juana de entrarle al juego, de contribuir con su parte a un juego puramente poético. Ese primer artículo era en contra de la manera de pensar de Méndez Plancarte. ¡Qué autobiográfico ni qué nada! Ese es un residuo de la manía de inventarle una novela a Sor Juana, amores o amoríos... Sor Juana dice claramente que ella se metió de monja por otras razones. Es claro que la idea de lavar pañales nunca le entró en la cabeza. Si quieren inventar, que inventen.”
—¿Qué es para usted lo sorprendente de la obra de Sor Juana?
—Los pintores trabajan con colores, los escultores con mármol o piedra, los músicos con sonidos y los poetas con lenguaje. Sor Juana manejó maravillosamente su instrumento, es una maestra en el empleo del lenguaje, con todo lo que hay de ingenio, de musicalidad, de asociaciones... De su obra prefiero el Primero sueño, que es un poema absolutamente excepcional.

Descubrimientos

Entre los materiales desconocidos de Sor Juana dados a conocer por Antonio Alatorre está un soneto (inédito hasta 1984) y los Enigmas (El Colegio de México, 1993). Explica: “Los ‘enigmas’ no los encontré yo, los encontró un español que los publicó en 1968. Lo que hice, en vista de que nadie los conocía, fue volverlos a publicar en una edición mejor porque me basé en cuatro manuscritos y el español había conocido sólo dos; pero no fue descubrimiento mío. Se puede hablar más de descubrimiento en el soneto que publiqué en 1984, cuando cumplió Octavio Paz setenta años, porque ese poema nadie lo había dado a conocer. Fray Luis Tineo hizo el prólogo de la Inundación Castálida defendiendo a Sor Juana, para evitar el escándalo de los lectores que podían decir: ‘pero ¡cómo! una monja no debería estar escribiendo versos mundanos’; se trataba de defenderla. Y Sor Juana le mandó un soneto, seguramente en agradecimiento, en estilo juguetón. Se conoce por los papeles del fraile; él copió el soneto y puso además en seguida su respuesta en el mismo estilo, que era un juego muy de la época, ‘contestar por los mesmos consonantes’. Esa es la historia.”
—¿No hay duda de que el soneto pertenezca a Sor Juana?
—No consta el nombre; sólo se dice que es de una cierta señora Décima Musa. El término “décima musa” era de cajón, Sor Juana fue una de tantas décimas musas. Pero es la única “décima musa” que estuvo en relación con Fray Luis Tineo.
—Y son textos que están ahí, en algún lugar. Sólo el que sepa verlos los dará a conocer.
—Generalmente son accidentes, casi siempre lo son. Esa es la realidad en estos campos. En cuanto a Sor Juana, pueden aparecer más cosas.
El 11 de junio de 1990 el semanario Proceso anunció en portada: “Tres siglos de misterio: encuentran La Celestina de Sor Juana”. En páginas interiores se documentaba el hallazgo por distintos caminos de La gran Comedia de la Segunda Celestina que en 1675 dejó inconclusa Agustín de Salazar y Torres, con una terminación que se atribuía a Sor Juana. Los “descubridores” eran Antonio Alatorre y Guillermo Schmidhuber. En las páginas del semanario Alatorre y Schmidhuber se percataron de dos cosas: primero, de sus hallazgos paralelos; y segundo, de las diferencias sustanciales en las cronologías con las que documentaban la posibilidad de que en el texto encontrado estuviera la mano de Sor Juana. Muy pronto para Alatorre fue claro, atendiendo a la fechas de escritura e impresión de la pieza presentadas por el otro descubridor, que el final de la comedia no podía ser el escrito por la poeta. Para entonces la Editorial Vuelta ya había impreso y distribuido La Segunda Celestina (1990) hallada por Schmidhuber, con el crédito de Sor Juana Inés de la Cruz y Agustín de Salazar y Torres, y un prólogo de Octavio Paz. La polémica continuó por varios meses (en Proceso, Vuelta y La Jornada Semanal, sobre todo), con la intervención de otros sorjuanistas, sin que al parecer se llegara a un punto de acuerdo.
Dice ahora Alatorre:
“Esto yo lo veo muy claro. La terminación publicada por Guillermo Schmidhuber no puede ser de Sor Juana puesto que se publicó en 1676. La fecha sencillamente no casa. Segundo: el manuscrito de lo que hizo Sor Juana estaba inédito en 1700 en poder de Francisco de las Heras, que fue el editor de la Inundación Castálida. Él no encontró manera de meter esa obra porque más de las dos terceras partes no son de Sor Juana. La terminación se quedó ahí y Castorena platica con el exsecretario de la condesa de Paredes, que le dice: ‘Sí, aquí yo tengo esa terminación’. Como es un momento de efervescencia de Sor Juana, Castorena dice que se va a imprimir porque se va a representar. Eso es lo último que sabemos. ¿Qué pasó con la terminación de Sor Juana? No se sabe.”

La Décima Musa y sus críticos

De los libros que se han escrito sobre Sor Juana “se salvan poquísimos”, asegura Alatorre. “Hay mucha palabrería. Uno que se salva es el de Ezequiel A. Chávez, que se publicó en 1931, en Barcelona. Este crítico fue el primero en detenerse en el conflicto entre Sor Juana y su confesor; ese solo dato lo hace ya valioso, pero tiene muchas otras cosas más. El libro de Amado Nervo es bonito. En el prólogo que hice a la reedición de esa Juana de Asbaje (1910) subrayo el estado de postración en que había caído la crítica sobre Sor Juana en el siglo XIX. Nervo dice: hay que leerla, Sor Juana es mucho más de lo que piensa la crítica perezosa. Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1982) es un libro que dice mucho sobre los vericuetos interiores de Octavio Paz . Un capítulo que debería ser, según yo, el más importante de un libro sobre Sor Juana es el del Primero sueño, y lo que Paz dice de este poema me parece decepcionante, y además da una idea equivocada. Esto lo trato de explicar en mi ‘Lectura del Primero sueño’, que le envié a Paz antes de que se publicara. Puede ser que mi formación filológica me impida ver la importancia que pueden tener los vuelos imaginativos de otros, pero... Muchas de las cosas que se escriben sobre Sor Juana son sólo vuelos imaginativos.”
—¿Así califica incluso Las trampas de la fe?
—No digo que sea un puro vuelo imaginativo. Muchas partes son buenas y sólidas (me gustaría haberlas escrito yo), pero lo que dice del Primero sueño me parece equivocado.
—¿No hay entonces para usted un gran ensayo sobre la figura de Sor Juana?
—Yo leo mucho a Sor Juana, pero poco a los sorjuanistas. Cuando comienzo a leer algo, muy pronto me digo “ya se por dónde va”, y abandono la lectura. Me quedo con pocas cosas. Del siglo XIX están los trabajos de Juan María Gutiérrez, argentino, y de Juan León Mera, ecuatoriano, que no fueron leídos en México. El XIX mexicano no tiene, en cuanto crítica sobre Sor Juana, nada que sirva. El primer libro es el de Nervo, que apareció en 1910. Después pondría el de Ezequiel A. Chávez. Luego habría que saltar a Ermilo Abreu Gómez, aunque me parece muy disparatado; él hacía las cosas mal. Es un mal guía. Lo que quiso hacer Abreu Gómez lo hizo bien Méndez Plancarte. Lo más sólido del siglo XX fue Méndez Plancarte, con todas sus fallas, sus prejuicios eclesiásticos... Él piensa como sacerdote de Cristo, pero es notable la apertura que tuvo, no le pidamos más. El Primero sueño no se comenzó a leer en serio sino después de 1951, gracias a la edición de Méndez Plancarte. El libro de Francisco de la Maza está hecho con las patas, pero recopila textos de lo que se ha dicho sobre Sor Juana desde el comienzo hasta el siglo XIX, y a mí me ha servido mucho. Esos textos cuentan la historia de cómo fue aplaudida Sor Juana, y cómo cayó luego en el olvido. De otros libros posteriores sobre Sor Juana no señalaría ninguno fuera del de Octavio Paz.
—Ahora estamos llenos de especialistas : Sergio Fernández, José Pascual Buxó, Margo Glantz y otros, que mantienen el interés en la escritura de Sor Juana.
—Sí, esto está bien dicho: “mantienen el interés”. Pero los caminos que ellos siguen son distintos del que yo sigo, más o menos veo por dónde van, pero no me iluminan.

La rareza de Sor Juana

Sigue Alatorre: “La mejor manera de conocer a Sor Juana es leerla directamente. Es además una escritora que abunda en confesiones personales, no sólo en la carta al padre Núñez y en la respuesta a Sor Filotea sino en muchas poesías, pero hay que irlas descubriendo. Esa correspondencia que parece frívola, cortesana, con la condesa de Paredes, está llena de confesiones. Esa es la mejor manera de conocerla. Qué sentía como mujer, como monja, qué sentía del mundo: todo eso está ahí dicho por Sor Juana.”
—Aunque puede ser equívoca esa forma de leer los poemas como confesiones.
—Vayamos al ejemplo de los sonetos amorosos, aquellos de que “quiero a Zutano pero él ama a Mengana”, etcétera. Una persona inteligente como Méndez Plancarte, dice: esto es autobiografía. Y un discípulo de Méndez Plancarte, Alberto G. Salceda, lleva esto al extremo y escribe toda una novela, un dramón terrible. Esas son tonterías, aunque cualquiera tiene derecho a inventar un cuento. El hecho es que Sor Juana, muy amiga de lucirse, y en competencia con otros poetas, escribe tres sonetos de amor siguiendo ese juego retórico. Claro, es curioso que haya estado tan obsesionada con el tema amoroso. Ahí entramos al terreno de la especulación. Y no son sólo esos tres sonetos. En muchas otras poesías y en el teatro hay referencias a esos conflictos del corazón humano. Obviamente a Sor Juana le interesaban los procesos psicológicos, las pasiones humanas. Me parece que sería un buen tema de investigación reunir todo esos textos y mostrar esa obsesión general de Sor Juana por las pasiones: el amor no correspondido, la ausencia, los celos... Estamos en el núcleo de las preocupaciones de Sor Juana. Los sonetos aquellos de las encontradas correspondencias podrían tener un doble aspecto. Uno: se mostraba al corriente de los juegos poéticos. Dos: iban muy de acuerdo con las ruedas de su inteligencia, con su preocupación por lo humano.
—Paz en Las trampas de la fe habla del amor-amistad platónico entre Sor Juana y María Luisa Manrique de Lara, aunque dice que esa lectura no excluye (ni incluye) la existencia de tendencias sáficas en las dos amigas. Cierra: “Lo único que se puede afirmar es que su relación, aunque apasionada, fue casta”.
—Son especulaciones legítimas. Nadie ha tomado en cuenta la seriedad con que Sor Juana habla de la total negación que siempre tuvo al matrimonio, o algo así. ¿Por qué no concederle seriedad a eso? Ella decidió ser independiente y, sí, en la época esto era raro: justamente esa es la rareza de Sor Juana. Era sumamente raro que una mujer se dedicara a los libros; para ella la literatura fue un deslumbramiento. Está en la corte ganando un sueldito de criada, es una muchacha que sabe mucho, que ha leído mucho y lo retiene todo en la cabeza... Lo que quiero decir es que ella está viviendo ese mundo del conocimiento y no alternando en sociedad. Le reconocen que sabe mucho, y que lo que sabe lo retiene. Eso y su total negación al matrimonio: Sor Juana tenía en qué entretenerse, y no andaba al tú por tú con los riquillos del momento, aunque viviera como criada en el palacio. Lo importante es cual especulación es más coherente. En el siglo XIX hay, sobre esto, cuentos impresionantes. En ellos por lo general el querido de su corazón muere trágicamente, y ella decide meterse monja. Puros cuentos...
—¿Pero cuál es el cuadro sentimental más coherente?
—El de la mujer dedicada a los libros, que nace con esa vocación. Lo más coherente para ella es meterse en un convento, no porque quisiera ser esposa de Jesucristo sino porque las monjas tienen tiempo, ocio. Todo eso está perfectamente dicho por ella.
—Paz no excluye (ni incluye) la existencia de tendencias sáficas...
—Cada quien es libre de pensar lo que quiera. En algún momento de su libro Octavio Paz me hace un reconocimiento muy honroso, comenta que Antonio Alatorre ha levantado el velo de la pudibundez o la gazmoñería, pues digo que el “Retrato de Lísida” es un poema erótico, y no es el único. A veces Méndez Plancarte se escandaliza de las expresiones demasiado ardientes. Es notable que Francisco de las Heras, el secretario, testigo de la relación de Sor Juana y la virreina, haya creído necesario poner una notita para explicar esa relación extrechísima. Faltaría también un poco de fantasía para imaginar una relación en que Sor Juana, virgen de amor humano, experimenta por primera vez un amor humano a través de esta relación. Lo único que falta es perderle el horror a la palabra “lesbiano” y desde luego eliminar fantasías de que la virreina se colaba en el convento para acostarse con Sor Juana, lo cual es ridículo. ¿Acaso son una rareza las amistades entre mujeres? Pongámonos en la realidad como la conocemos. Primero: nada más normal que una muchacha que ama los libros rechace el matrimonio. Segundo: que hubiera una relación así entre las dos amigas me parece perfectamente natural.
—¿Sor Juana conoció las pasiones humanas o las vivió?
—Ella supo de las pasiones a través de la lectura, y un verdadero lector vive lo que lee.

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viernes, octubre 15, 2010


Entrevista en El Universal, versión completa
La meta: retratar al entrevistado

Abida Ventura

Desde conversaciones con célebres personajes de la literatura, como Jaime Sabines y José Saramago, pasando por figuras deportivas, como el comentarista Fernando Marcos, hasta pláticas con el torero Silverio Pérez son las que el escritor y periodista Alejandro Toledo recopila en su nuevo libro, titulado A sol y asombro.
Toledo, quien además acaba de lanzar su primera novela, Mejor matar al caballo, coeditada por Libros Magenta y el Gobierno del Distrito Federal, cuenta a KIOSKO sobre su experiencia como entrevistador.
—¿Por qué elegir estas entrevistas, y no otras? ¿Qué tienen de especial?
—Durante muchos años he armado libros de conversaciones, sobre todo con escritores pero también de otros asuntos, como lo deportivo. Son balances que hago a cada tanto de mis labores periodísticas y mi trabajo como investigador literario, que por lo general corren paralelos. Con Daniel González Dueñas, por ejemplo, armé hace ya muchos años un libro de entrevistas en donde buscamos que unos autores retrataran la obra de algún escritor con el que sintieran afinidades, y se buscó que cada entrevista tuviera una forma distinta: como pregunta y respuesta, en primera persona, con intervenciones críticas o una mezcla de todo lo anterior. La variación, en el caso de A sol y asombro, fue presentar una primera parte puramente literaria y otra deportiva. Lo “especial”, como tú dices, de cada entrevista es que consiga armarse una suerte de panorámica del personaje o su escritura, aun en conversaciones como la que tuve con Saramago, limitada por el tiempo que se me concedió para estar con él.
—De las entrevistas que reúnes en el libro, ¿cuál es tu favorita y por qué?
—Me gusta el paquete de conversaciones con Vicente Leñero, pues siento que ahí se pinta de cuerpo entero al personaje. Me agrada el relato del sobreviviente de una excursión al Popocatépetl, pues fueron territorios que frecuenté en mi adolescencia como alpinista. Siento que una posible virtud del libro es que se logre “escuchar” a los personajes, y eso me han dicho que pasa en la entrevista con Esther Seligson, lo que implica menos una fidelidad a la grabadora que la búsqueda de un estilo para cada entrevista, pues cada personaje implica un fraseo diferente, una prosa oral distinta, una forma de respirar, y hay que saber escuchar eso.
—Desde tu punto de vista, ¿existe alguna fórmula para una buena entrevista?
—Lo principal es encontrar las condiciones adecuadas para que la entrevista se realice. A mí la puntualidad me ha funcionado, pues la impuntualidad crea de antemano una situación incómoda, una molestia… Aunque con Silverio Pérez ocurrió que estaba esperando al peluquero y el llegar tarde, por cuestiones de tráfico y porque no sabía dónde estaba exactamente el rancho, ayudó a que lo siguiéramos en la faena de la peluqueada y recordáramos sus cortes de coleta. Hay que dejar que la conversación tome su camino y después valorar cabalmente lo que se tiene.
—¿Cuál debe ser el papel del entrevistador?
—El entrevistador está al servicio del personaje. Hay muchos entrevistadores que usan a los personajes para hacerse notar, lo que me parece poco ético, y dejan comentarios como: “Oiga, qué buena pregunta me ha hecho, es usted muy inteligente”. Uno es sólo un conducto entre esa persona, que ha destacado en su actividad, y los lectores. Se trata de que el lector conozca a esa ser, sepa cuáles son ideas sobre la vida, la escritura, el futbol o el toreo, según el caso, y sienta que ha conocido bien a alguien.
—En el prólogo Humberto Musacchio menciona que la entrevista, es actualmente una manera facilona de cumplir con el trabajo de reportero, ¿qué opinas de ello?
—De acuerdo con Musacchio si la entrevista se hace de una forma pasiva, prendiendo la grabadora y dejando que el otro hable como merolico. Por desgracia los reporteros han caído en las garras de las oficinas de relaciones públicas de las empresas editoriales, o culturales en general, y deportivas, y aceptan carruseles y otras humillaciones, con lo que ya no tienen que buscar a la persona que van a entrevistar, porque se la ponen enfrente, y todo se realiza de forma mecánica. El periodismo, en este sentido, se ha burocratizado.
—¿Cuál es tu opinión del periodismo cultural en el país actualmente?
—Mi opinión es esa, que el periodismo se convirtió en una burocracia. Desde mi punto de vista, falta creatividad y profundidad. Tenemos a los géneros mayores al alcance, el reportaje, la entrevista y la crónica, y no sabemos usarlos. Antes había la ambición de llegar a la literatura a través del trabajo periodístico, o por lo menos arañar lo literario. Creo que eso se ha perdido.
—Me impresiona cómo combinas la literatura con el deporte, ¿cómo logras esto?
—Cuando me hice cronista deportivo sentí que debía responsabilizarme en tratar de entender lo que era el deporte, aprender a ver el deporte, una actividad llena de detalles. Leí mucho sobre futbol y boxeo, por ejemplo. Busqué La fiesta del alarido, de Manuel Seyde, las cosas futbolísticas de Villoro y Galeano, entre otros, y encontré que la crónica deportiva y la buena prosa no tenían que estar reñidas y que eran, como diría Camus, buenos medios para conocer al hombre.
—Mencionas que el periodismo se ha dio burocratizando, ¿cuál crees que sería la solución?
—La solución está en poder despertar la creatividad del reportero, hacerlo lector de buenos libros, y crearle inquietudes. Como reportero he tenido buenos editores y ellos me dieron espacio, páginas enteras, para poder desplegar reportajes, crónicas y entrevistas, con la exigencia de que fuera un material de primera calidad. En el editor, quizá, más que en el reportero, está la posibilidad de que un medio crezca o se estanque. Si dejamos que otros fijen la agenda, si dejamos que las instituciones decidan a quién entrevistar y a quién no, estamos perdidos.
—¿Tienes alguna anécdota interesante de tus aventuras como entrevistador?
—El otro día vi en una cafetería a Leonora Carrington, y recordé mis lecturas de sus libros, que son extraordinarios, y recordé haber ido al Museo de Arte Moderno varias veces a ver sus cuadros, también una maravilla. Un viejo proyecto mío ha sido ir a conversar con ella; conozco la obra y tengo noticias numerosas de la persona, su relación con Max Ernst y sus contactos con los surrealistas… Pero nunca me he atrevido a solicitar una entrevista con Leonora Carrington. No he encontrado la manera. Es un personaje que me impone. Me gusta admirarla, es la energía creativa en persona, pero ante ella quizá no podría sino balbucir. Sin embargo, siento que a través de sus cuentos y novelas, de su obra plástica y entrevistas con ella que he leído, a través de todo eso ya he conversado con ella.
—¿Qué debe contener una buena entrevista?
—Una buena entrevista debe contener al personaje por entero.

Octubre 2010

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martes, octubre 12, 2010

Algo sobre Mejor matar al caballo

En broma digo en estos días que mi novela corta Mejor matar al caballo (Libros Magenta/GDF) es parte de una trilogía equina a la que seguirán El burro es primero y Haznos felices, señor… Lo cierto es que el caballo del título, que Saúl Kaminer representa en la portada como un centauro descabezado, viene de una expresión de rancheros del norte del país según la cual si está ya muy mal, muy enfermo o muy lastimado, es mejor matar el caballo, aplicándose en la novela esta idea del sacrificio a las relaciones de pareja.
Se trata de un ejercicio de estilo, una novela conversacional escrita a la manera de Baroja, Valle-Inclán o Galdós, que en el pasado de nuestra lengua practicaron este subgénero de la novela dialogada, y también recordando acaso a dos autores cercanos en el tiempo: Manuel Puig (por Sangre de amor correspondido) y José María Guelbenzu (por Un peso en el mundo).
El autor no decide la forma del texto, los materiales buscan su acomodo. En Mejor matar al caballo la única parte en prosa es la primera página, que da contexto y estructura al libro; en ella se explican las condiciones en que se produjeron esos diálogos y, sobre todo, se dice que han sido descubiertos por alguien ajeno a ellos, ajeno en el sentido de que no participa en esas conversaciones pero que conoce, vive, con uno de los protagonistas. De esta manera el lector se convierte en aquella persona que encuentra esos papeles, o mira sobre el hombro de ésta y comparte su interés, curioso y doloroso, por seguir el diálogo; como ella, lee entre líneas, porque una y otra vez se relaciona lo leído con lo vivido, extiende ella, la mujer, Elena, los ecos de esas palabras desparpajadas, juguetonas, muy sinceras o muy cínicas con las que se enfrenta, al terreno pantanoso de lo conyugal en donde se encuentra atrapada.
Sin la primera página, de apenas diecisiete líneas, el libro perdería sentido (si es que algún sentido tiene). Es importante que sean los ojos de Elena, Elena-esposa pero también Elena-lector, los que encuentren y revisen las conversaciones. Si es un hombre el que llega al libro, el lector se feminiza, digamos; si es mujer, sigue a Elena en su trayecto hacia el abismo, que será en este caso una forma de liberación.
Liberación de Elena, que sabrá por lo leído con quién vive o a quién sufre, pero también liberación del lenguaje, porque en esos diálogos ciberespaciales ocurre que se crean múltiples accesos hacia expresiones no comunes, rescatadas las palabras del compromiso cotidiano, abiertas casi del todo, en donde el otro se convierte en una proyección en apariencia lejana de aquellas personas con las que se convive pero a la vez se vuelve, el otro, proyección distante de uno mismo. Si se saben valorar y aprovechar, los chats contienen numerosas muestras de lo que James Joyce llamaba “epifanías”, momentos de revelación en los cuales la suma de circunstancias triviales, detalles en apariencia irrelevantes, frases tiradas al vacío, consiguen de pronto una suerte de elevación o revelación. Algo se ata, algo se crea. Así, las conversaciones virtuales acaso nos pueden llevar a captar, como quería Henry James, “la nota misma y el modo, el extraño ritmo irregular de la vida”, que es, según James, el intento cuya fuerza mantiene en pie a la ficción.
Por esta apertura, me parece, el chat revitaliza el subgénero de la novela dialogada, acusado de estar a medio camino entre el texto narrativo y el texto dramático, pero que aquí se vuelve puramente escritura.
El último registro de Mejor matar al caballo es el deseo, que todo lo arma y todo lo desarma, y que es, desde mi punto de vista, el personaje principal de la novela.

Octubre 2010

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