domingo, noviembre 30, 2008

Lo magistral de lo marginal

Y, al son de las trompetas,
que no son más que viento,
¡ríamos de las grandezas
que son falsas!
HEINRICH LEUTHOLD

Como una obsesión casi insana, llevo varias semanas repensando el concepto “conferencia magistral” que se me propuso, incómodo el concepto e incómodo yo con él por estos días, sobre todo por el calificativo, que parece sobrado, por decir lo menos, y en principio remite no a una conferencia sino a un partido de futbol, en donde suelen desarrollarse pases o goles, o incluso atajadas, sin duda magistrales. Pienso también en el cine: hay cintas de veras maestras como La ventana indiscreta o Vértigo, de Alfred Hitchcock, por mencionar un par de “inmortales del momento” (como diría José de la Colina), o The Innocents, de Jack Clayton, que adapta magistralmente (y acaso mejora) la novela de Henry James conocida entre nosotros, gracias al argentino José Bianco, como Otra vuelta de tuerca, aunque una sola vuelta hubiera sido suficiente (ya que el título original es The Turn of the Screw)… Y de ahí, del séptimo arte, podemos pasar francos al terreno literario, pues ya despojamos al término “magistral” de su caparazón de rito social en apariencia vacuo y lo llevamos a terrenos del asombro, que es donde intentaré situarme.
Además, en los casos que hemos visto lo magistral se aplica a posteriori, como valoración de un ejercicio artístico y no como presupuesto; es decir, ni Puskas, Pelé o Zamora, para volver al balompié, o Hitchcock y Clayton, en cuanto al fenómeno cinematográfico, planearon una acción magistral, y si ésta ocurrió fue por una suma de circunstancias ocurridas en el campo de juego o en el set y sus alrededores, entre las cuales estaba, no hay que dudarlo, la capacidad y el impulso del artífice. Unos querían anotar o defender del mejor modo para salvar a su equipo; y los otros buscaban contar bien una historia. Para que se diera esa circunstancia intervinieron entonces el azar (por los elementos de distinto origen que se acomodaron en la escena), la técnica convocada o adquirida (el personal que participó en las cintas, la mano diestra del responsable de la obra) y también algo de magia, que fundió todo eso y le insufló un hálito epifánico. Tal fue el caldo de cultivo de lo magistral.
Recuerdo a propósito, por asociación de ideas, unas “conferencias magistrales” a las que asistí en mi adolescencia impartidas por el doctor Pablo de Ballester, quien se presentaba a media semana en el Teatro de los Insurgentes de la Ciudad de México para hablar de asuntos tan arduos como los clásicos griegos y latinos, Shakespeare y el teatro isabelino o los grandes maestros rusos. Al hombre alto y barbado se le colocaba en medio del escenario una gran silla de utilería, prestada acaso del castillo hamletiano de Elsinore, para que entronizado en ella disertara, a capella, es decir sin discurso preparado ni notas de apoyo, sobre el tema en cuestión. Se cobraba como si fuera corrida comercial; el público estaba formado, en su mayoría, por damas encopetadas que aprovechaban la tarde para darse un baño de cultura.
Esa imagen del hombre docto que ilustra a las señoras de sociedad con oropeles literarios parece a la distancia menos agradable (por ser quizá, en el fondo, una farsa magistral) que las hazañas futboleras o las cintas referidas, pero es lo primero que guardo en la memoria en cuanto al término “conferencia magistral” motivo de estas notas. Habré llegado a Pablo de Ballester por Dostoievski, cuyos fascinantes ladrillos (Crimen y castigo, Los Endemoniados o Los hermanos Karamazov) leía entonces en las modestas sillas de madera, aunque algunas con descansa-brazos, de la Biblioteca de México. Llegaba al lugar muy temprano para escoger tanto el tomo más gordo de Dostoievski como el mejor asiento. Me iba a casa, por la noche, cuando las luces empezaban a apagarse; alguna vez me sorprendió la hora del cierre en las páginas finales, y dejé con angustia la novela a medio remate porque me urgían a que me saliera… para regresar a la mañana siguiente, tempranísimo, a concluir la lectura.
Esas angustias no terminaron cuando tramité mi credencial de lector, pues ocurrió, lo recuerdo, que el préstamo se vencía ese día, o esa noche, cuando el libro estaba llegando a su última curva, y había no sé qué restricciones con respecto a la renovación del préstamo, por lo que se le tenía que dejar una jornada completa para volver a hacerse de él. La Biblioteca de México era entonces una de mis pocas fuentes para llegar a las que empecé a vislumbrar como “grandes obras” de la literatura, puesto que los libros de casa eran tomos de enciclopedia (la Grolier, el Tesoro de la Juventud) o narraciones infantiles, y el dinero para acceder a los “clásicos” escaseaba.
En uno de los pizarrones de la Biblioteca de México encontré que con diferencia de una semana Carlos Fuentes dictaría en el Colegio Nacional un par de conferencias magistrales bajo el título “Cómo escribí algunos de mis libros”, una sobre Aura y la otra sobre Terra Nostra. Fui de inmediato a la sección de literatura mexicana, hasta ese momento no visitada por mí, y me detuve en la letra “efe”: aparecieron un librito delgado y modesto, y un tabique maravilloso como los que frecuentaba entonces, y por el número de páginas (62 de Aura contra 783 de Terra Nostra) se diría que eran juntos como Laurel & Hardy, el Gordo y el Flaco. Revisé las fechas en el pizarrón, la primera conferencia sería al día siguiente, y leí de un tirón, lo que no es gran hazaña, Aura.
Ignoraba entonces que se acusaba a Fuentes de haber plagiado Los papeles de Aspern, de Henry James, o por lo menos de asumir una situación muy parecida, la del hombre que llega a una mansión en ruinas habitada por dos mujeres, una anciana y la otra joven, en una trama en donde se vuelven centrales los viejos escritos de Aspern, en un caso, o las memorias manuscritas del general Llorente, en el otro. En la conferencia, impartida a una cuadra de la calle de Donceles en donde sucede la historia de Aura, construyó Fuentes una genealogía que iba más allá de James, al que citó apenas al paso, convirtiendo la nouvelle en un vasto umbral que se deslizaba del Ugetsu monogatari del japonés Ueda Akinari, ese inquietante conjunto de relatos del siglo XVIII, al filme del mismo nombre dirigido en los años cincuenta del siglo XX por Kenji Mizoguchi, cinta que Fuentes vio en París, en el legendario Studio des Ursulines, por recomendación de Julio Cortázar; o iba de La dama de las camelias, de Alejandro Dumas (hijo), a La Traviata, de Giuseppe Verdi, y de ahí a un encuentro con una María Callas envejecida pero de voz vibrante…
La historia de la escritura, que Fuentes representó en el Colegio Nacional con mejores artes o mayores fundamentos a como lo hacía Pablo de Ballester en el Teatro de los Insurgentes, se convertía en la novela de una novela. El escritor incluso imitaba la interpretación de María Callas en la agonía de Violetta, cuando una sorpresiva recuperación, un vigor insólito, sitúa a la dama enferma a pocos pasos de la muerte, como una suerte de iluminación postrera: “É strano! Cesarono gli spasmi del dolore! In me rinasce, m’agita insolito vigor! Ah! ma io ritorno a viver! Oh gioia!” Oh, alegría, sí: la juventud y la vejez fundidas en el aliento final.
Pertenezco a esa minoría que cree que Carlos Fuentes se agota en Aura; y lo comprobé con toda inocencia en la semana que siguió a esa conferencia magistral, escuchada por mí, veo ahora en la cinta que grabé esa noche, en el año de 1981 (a mis dieciocho años de edad), pues acometí entonces la lectura de Terra Nostra y se fulminó en siete días mi entusiasmo por el autor, por lo que volví luego a la Biblioteca de México para continuar leyendo mis queridos ladrillos dostoievskianos. Los encuentros posteriores con la obra de Fuentes me han confirmado una cosa: Aura es irrepetible, y en los años o décadas que siguieron la novela corta fungió para mí como un puente magnífico para arribar a las historias fantásticas de Ueda Akinari, traducidas por Kasuya Sakai como Cuentos de lluvia y de luna, o el hermoso filme de Mizoguchi; por Aura adquirí un álbum doble de La Traviata grabado en el año 1958 en la casa de la ópera de San Carlos, en Lisboa, en donde María Callas fue Violetta Valéry, Alfredo Kraus fue Alfredo Germont y Mario Sereni fue Giorgio Germont; y conseguí el estudio La bruja, de Jules Michelet, de donde obtiene Fuentes, tomando frases de aquí y de allá, el epígrafe de la novela (“El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación… Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer…”); o leí y releí Los papeles de Aspern, traducida por Sergio Pitol, quizá para discutir conmigo mismo el asunto del plagio posible de Fuentes contra Henry James, y mi fallo fue negativo: Aura puede vivir tranquilamente, me parece, sin Los papeles de Aspern.
Del tremendo novelón que es Terra Nostra, a no dudarlo construido por Fuentes con ánimo magistral, salí huyendo; pero en cuanto a la novela corta Aura me convertí en un prisionero más de la casona con el número 815, antes 69, de la calle de Donceles, en el centro de la Ciudad de México, en donde viven perpetuamente la anciana Consuelo y su joven sobrina.
Descreo, desde entonces, de las figuras magistrales, porque siento en ellas un afán expansivo que rebasa, con mucho, la medida de lo humano. Hay que tomar de esos personajes sólo aquello que nos entusiasme. En el capítulo final de la Historia trágica de la literatura (1948), revisa Walter Muschg nociones como fama o éxito literario, que se han convertido socialmente, escribe, en un camino hacia el honor, el placer y el poder. Según Muschg, “cada época tiene sus aventureros que arriesgan todo en estas especulaciones [de la fama] y ganan el juego. Saben hacerse interesantes y aprovechar cuidadosamente para su carrera el interés que el mundo muestra por ellos, hasta haber sido reconocidos internacionalmente y haber embolsado todos los honores que el mundo pueda prodigar”.
El “gran nombre”, sigue Muschg, es un rumor que vive y crece con lo que va de boca en boca. Y continúa señalando, como si describiera nuestro tiempo mexicano, que “cada época conoce estas marañas de relaciones personales con las que los literatos se garantizan mutuamente su prestigio entre el público. Son irrompibles mientras aún vivan los que tienen interés directo en ellas, y desaparecen más o menos con la misma rapidez que sus autores”.
El crítico se manifiesta contra la literatura industrializada, el griterío del mercado. Y cita a Theodor Fontaine: “Las reputaciones, los éxitos, la fama, el prestigio, la ganancia… todo esto lo determina un grupo de personas que se confabularon con un discreto apretón de manos”. Se burla, al fin, del respeto de la masa anónima ante un ejército de autores no leídos.
No debería preocupar este asunto de la fama si no fuera porque implica una renuncia, dice Muschg, al efecto profundo de la literatura, “y es una verdadera desgracia para aquel que quiera crear algo perdurable”. Se encamina luego a lo que yo llamaría una defensa de los autores secretos: “El efecto real de un libro tiene poco que ver con ese ajetreo [del éxito literario]. Puede vivir en el alma de los hombres sin que se hable de él públicamente.”
Para Lichtenberg, la indiferencia contemporánea era una condición indispensable de la fama póstuma; creía Kafka, y su caso es ilustrativo de lo que apunta, que la vida real e independiente de un libro no comenzaba sino hasta la muerte del autor. El gran poeta, cierra Muschg, “vive en diálogo con su obra, en un silencio cuyos dolores y alegrías sólo podrán ser comprendidos por épocas posteriores”.
Coincide con Muschg el español Juan Goytisolo cuando en el ensayo “Lectura y relectura” distingue entre el texto literario y el producto editorial. Este ultimo, señala, con una metáfora un tanto grosera, “satisface a punto el apetito del lector y se deja consumir, digerir y evacuar como las hamburguesas de nuestras hamburgueserías”. En cambio el texto literario no aspira a un reconocimiento inmediato ni a la instantánea seducción del público.
Sin tener aún las herramientas que nos ofrecen Muschg y Goytisolo, en esos años tempranos como lector había que calibrar bien la brújula para saber hacia dónde dirigirse. El instinto me llevó de las figuras magistrales que parecían iluminarlo todo como faros de largo alcance a personajes sin sombra aparente o asombrados como los mexicanos Francisco Tario, frecuentador de fantasmas, y Efrén Hernández, un marginal decisivo en nuestra historia literaria, sin cuya influencia no podría entenderse la aparición de Juan Rulfo; el argentino Antonio Porchia y sus Voces inclasificables, sentencias que vislumbran el infinito; o el uruguayo Felisberto Hernández, un escritor, definió Italo Calvino, que no se parece a nadie.
Si nos detuviéramos en estos cuatro inclasificables y dibujáramos su camino subterráneo, la sorpresa sería descubrir la estela que se ha creado a su alrededor, con lo que su marginalidad aparente se convierte en una suerte de centralidad.
¿Cómo reaccionaría cada uno de ellos, me pregunto ahora, ante el apremio de dictar una conferencia magistral? Tario probablemente se habría opuesto; en este terreno de lo socioliterario sólo queda de él una entrevista concedida en España a comienzos de los años setenta, en la que define su manera de entender la literatura fantástica: “Lograr que lo inverosímil resulte verosímil, esa es la tarea. Y a mayor simplicidad y audacia, mayor mérito”.
Cuando se llegó a entrevistar a Porchia, respondía con frases cortas que dejaban atónito a su interlocutor, como si estuviera creando en ese momento nuevas voces. “¿Usted fue anarquista?”, le pregunta en marzo de 1968 un redactor anónimo de la revista Confirmado. “Fui muchas cosas. Tantas, que no estoy en ninguna cosa”, respondió. “¿Pero qué hubiera querido ser?”, insistió el redactor. “Ahora no sabría decir”, le dijo Porchia. “¿Y antes?” “Antes elegía lo más importante.” “¿Qué le parecía lo más importante?” “Lo que ahora me parece lo menos importante. Comenzaba sabiendo mucho y terminaba no sabiendo nada.”
Más que hablar de su obra, a Felisberto Hernández le gustaba leer sus cuentos en público. Esto era para él como una interpretación, como esos conciertos de piano que ofrecía de ciudad en ciudad. Jules Supervielle lo definía como un conteur poetique, un narrador poético. Éste lo presentó en La Sorbona de París, en donde Felisberto habrá dado alguna “Explicación falsa de mis cuentos”, como aquella que empieza así: “Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa”. Y que cierra con esta confesión: “Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda”.
Felisberto y Efrén, los Hernández, dos seres que no se parecen a nadie y se parecen, por eso, entre ellos. He estado trabajando en los últimos años en los papeles de Efrén Hernández para conformar lo que llamamos su “obra completa”. Apareció ya el tomo uno, que incluye las novedades de un cuento muy divertido de nombre “Animalita”, y una novela corta, Autos, con este arranque verdaderamente magistral: “Al cabo del regreso del más largo, descaminado, y asimismo sin fruto de mis viajes; con todo el mal aspecto de un vagabundo extraño; maquinal, sin destino, borrado, humildemente; vine, llamé a mi puerta y pregunté por mí”, que recuerda otros comienzos deslumbrantes del mismo autor, como este de Cerrazón sobre Nicomaco: “Se querría en ocasiones de exacerbada angustia, cabalmente en tanto no se logra desahogo de llanto, mandarlo lejos todo; a la tiznada todo, todo lo que se aprieta dentro, o expresarlo”.
Encontré en esos papeles de Efrén Hernández, sobre los cuales ningún investigador había preguntado desde la muerte del escritor hace ya medio siglo, una suerte de “conferencia magistral” que se titula “Dos líneas sobre el cuento y sus efectos en el alma del niño”, leída el 2 de mayo de 1954 en la delegación de Milpa Alta, con esta dedicatoria: “A Mauricio Magdaleno, en obediencia a quien fue sustentada, muy cariñosamente. Y a Jorge Ferretis, Juan Rulfo y Lupe Dueñas, cuentistas mexicanos en que creo”. Y con un epígrafe sacado de la misma obra de Efrén Hernández, que propone esta fórmula: “A mayor inteligencia corresponde mayor asombro, no menos misterio”.
En esa conferencia empieza el autor por desconfiar de sus propósitos como expositor porque, dice, hay cosas que no debían ni intentarse, unas porque son dañosas, otras porque son imposibles: “Dedicarse a decir qué cosa sea un cuento, y cuáles los efectos que produzca en el alma de los niños, es cosa de estas últimas; esto es, de las que digo que no debían intentarse porque son imposibles”. Imposible definir, sigue Hernández, qué cosa sea un cuento, qué un efecto y que, también, un niño.
En la frecuentación de los autores heterodoxos no hay territorios firmes. La divagación en los cuentos y novelas de Efrén Hernández se va topando con múltiples y extravagantes iluminaciones. Es curioso observar cómo estos autores en que me he detenido tendieron a la prosa fragmentaria, como el Equinoccio de Francisco Tario, el Libro sin tapas de Felisberto Hernández, las mismas Voces de Porchia o el Manojo de aventuras de Efrén Hernández (que aparecerá reconstruido en el tomo dos de sus Obras completas). En estos títulos de vida subterránea podría uno encontrar, como concierto de desconciertos, eso que aquí llamaré lo magistral de lo marginal, asomos que no parecen de este mundo y que, por tanto, sustentan este mundo.

Noviembre 2008