martes, junio 28, 2005

NÁUFRAGOS DEL AMOR

“El matrimonio es aterrador”, escribió en 1881 Robert Louis Stevenson en Virginibus puerisque, “pero tan aterradora es una vejez fría y solitaria.” Asegura que éste “merma y apaga el espíritu de los hombres generosos”, aunque suele ser beneficioso para las mujeres, lo mismo si se casan bien que mal; y lo compara enseguida con aquella situación de quienes están juntos en una celda o en una isla desierta, prisioneros de sí mismos. Excluye del matrimonio, además, el impulso amoroso, pues sospecha “que el amor es una pasión demasiado violenta para poder ser, en la mayor parte de los casos, un buen sentimiento doméstico”. Si sólo se casaran los que estuvieran en verdad enamorados, apunta, mucha gente moriría soltera.
Mas Stevenson no murió soltero. Justo un año antes de que apareciera Virginibus puerisque se unió a Fanny Osbourne, que era diez años mayor que él; norteamericana y divorciada, para más señas. Las reflexiones de Stevenson sobre el matrimonio (al que define como “una especie de amistad reconocida por la policía”) parten de alguien que supo del tema no de oídas sino que investigó, digamos, in situ: en el lugar de los hechos (o en el holgar de los lechos). Aunque también es probable que esas líneas le hayan funcionado como arma defensiva antes de capitular, ya que al principio del libro refiere un espíritu de desconfianza en torno al matrimonio —para él un campo de batalla—, y de preferencia por la soltería.
Pero se casó, habrá que insistir. Y sin embargo, escribe, “no hay probablemente en la vida de un hombre acto alguno realizado tan a ciegas y a locas como éste del matrimonio”. Piensa en quien ha fracasado en el gobierno de su propia vida y no encuentra nada mejor que hacerse responsable del gobierno de otra persona: “Ya no te conformas con ser tu propio enemigo: quieres serlo, además, de tu mujer”. Y: “Aquella para quien desearías la mayor felicidad es la que eliges como tu víctima”. Ella se vuelve testigo directo de la vida del hombre; y no sólo juez, también víctima de sus pecados; puede condenar al otro a las más agudas penas, y tocarle aun compartirlas.
Según el autor, las mujeres y los hombres van al matrimonio con expectativas distintas, lo que provoca serios malentendidos. “A las primeras se les provee de un reducido campo de experiencias y se les enseñan muy estrictos principios para enjuiciar y obrar. A los segundos se les muestra con más amplitud las distintas facetas de la vida y su regla de conducta es ensanchada proporcionalmente. Se les enseña a practicar virtudes diferentes, a abominar de vicios diferentes, a colocar su ideal, aun en lo que se refiere a sus relaciones mutuas, en perfecciones diferentes”.
Y, por lo mismo, “cuando veo a un mozo ternezuelo y a una inexperta muchacha ir alegremente, como quien va en romería cantando y bailando, a formalizar aquel serio contrato y emprender el camino de la vida con ideas tan monstruosamente divergentes, no me maravillo de que muchos naufraguen, sino de que alguno consiga llegar a puerto”.
Hubiera sido extraordinario obtener el testimonio directo de Fanny Osbourne sobre Virginibus puerisque y en torno a su vida con Stevenson, el cual tenía una percepción a la vez lúcida y contradictoria sobre el matrimonio, del que sin embargo no había que huir pues se actuaría como un desertor militar. Estuvieron casados más de una década, y la separación vino con la muerte en 1894 del enfermizo Robert Louis cuando vivían en Samoa, por lo que puede asegurarse que el escritor no tuvo una vejez fría y solitaria.
Descreía Stevenson del matrimonio —aunque se sometió a sus rigores— pero creía en el amor, “la única aventura ilógica, la única cosa que estamos tentados a considerar sobrenatural en nuestro vulgar y razonable mundo”. Y parece estar contando su propia historia en las líneas que siguen: “El amor debería correr al encuentro del amor con los brazos abiertos. En realidad, el ideal es cuando dos personas van enamorándose pasito a pasito, con una temblorosa conciencia, como un par de niños que de la mano se aventuran a avanzar por una oscura habitación. Desde el primer momento en que se ven con un despertar súbito de angustiada curiosidad y a través de los distintos grados de creciente placer y turbación creciente, pueden leer el reflejo de su propia emoción en los ojos del otro. En estos casos no hay declaración propiamente dicha. Está tan a las claras compartido el sentimiento, que tan pronto como el hombre conoce con certeza lo que pasa en su corazón, conoce con la misma seguridad lo que ocurre en el corazón de la mujer”.
¿Fue así como sucedieron las cosas con Fanny Osbourne? La conoció en 1876 en un balneario en Francia y sufrió el “accidente” de enamorarse, para Stevenson “tan conveniente como asombroso”. Ante los ruegos del escritor, ella volvió a Estados Unidos para tramitar su divorcio; se casaron, así, en 1880. No hay noticia de que en algún momento él haya dudado.
Esta rápida revisión en torno a Stevenson y sus ideas sobre el amor y el matrimonio, a partir de su Virginibus puerisque, tenía un propósito incumplido: encaminarnos a un tomo reciente del Fondo de Cultura Económica, La más bella historia del amor, mas habrá que posponer esa tarea. Por cierto dice Stevenson que el amor no soportaría un escrutinio histórico, y eso es lo que intenta el libro de Dominique Simonnet, historiar al amor desde el hombre de Cro-Magnon hasta nuestros días. ¿Cómo le hizo?

Junio 2005

martes, junio 21, 2005

"POULOU, ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?"

Y lo que Poulou hacía, sin que al principio su madre se diera cuenta, era tomar sus interpretaciones al piano como base de una pantomima cinematográfica que él realizaba en un cuarto contiguo. Semanas atrás ella se había acostumbrado a llevarlo al cine, al que se consideraba entonces como un espectáculo para señoras y niños; el pequeño relacionó el flujo de imágenes de la pantalla con el acompañamiento musical directo que había en la sala y lo convirtió en algo más: la música era para Poulou el sonido de la vida interior de los protagonistas, la forma de hablar de los héroes mudos.
En ese sexto piso ubicado en el número 1 de la calle Le Goff, en París, a las cinco de la tarde comenzaba la función secreta: a esa hora el abuelo estaba fuera, dando clases en el Instituto de Lenguas Vivas; la abuela leía en su habitación a Gyp (seudónimo de Marie Antoinette de Riquetti de Mirabeau, condesa de Martel de Janville), acaso el Petit Bob o Bijou; y la madre de Poulou, Anne-Marie, le había dado ya al niño la merienda y tenía lista la cena para los grandes: se sentaba al piano y tocaba piezas de Bach, Schumann y Franck. Al presentir esto, Poulou corría al despacho y se convertía al instante en mosquetero: una regla del abuelo era su espada, y el cortapapeles se transformaba en una daga.
Cincuenta años más tarde, en los primeros meses de 1963, recrearía Poulou este pasaje: “El piano, como el tambor de un negro africano, me imponía su ritmo. La Fantasía-Impromptu ocupaba el lugar de mi alma, me habitaba, me daba un pasado desconocido, un porvenir fulgurante y mortal; estaba poseído, me había agarrado el demonio y me sacudía como a un ciruelo”.
Montaba entonces a caballo; atravesaba eriales, barbechos, es decir el despacho entero de la puerta a la ventana.
—Haces mucho ruido, se van a quejar los vecinos —lo reprendía la madre, mas Poulou no contestaba puesto que era el protagonista de un filme silente.
Llegaba a donde el duque, se bajaba del caballo y por medio de callados movimientos de los labios le comunicaba que él, el mosquetero Poulou, lo tenía por un bastardo. El duque mandaba a sus guardias contra él, que se defendía con astucia y ferocidad... De pronto era el espadachín herido, caía y moría en la alfombra. En ese momento, Poulou se retiraba suavemente del cadáver y se convertía en otro personaje. Protegía a una joven condesa. La madre de Poulou, Anne-Marie, cerraba en el piano un allegro e iniciaba un adagio, que servía de fondo a una escena romántica entre el pequeño héroe y la condesa: “Me ama; me lo dice la música. Y tal vez la ame yo también; se instala en mí un corazón enamorado y lento. ¿Qué se hace cuando se ama? La cogía del brazo, la llevaba a una pradera, pero no era bastante. Me sacarían del problema los truhanes y los guardias, rápidamente reunidos; se lanzaban todos contra nosotros, cien contra uno; mataba a noventa, los otros diez raptaban a la condesa”.
Como se ve, Poulou era un niño solitario e imaginativo. El entorno de sus primeros diez años de vida es ése que aparece en el relato, el mundo de tres adultos: los abuelos maternos y Anne-Marie, que se volvió como una hermana para Poulou. Incluso al cuarto en el que ambos dormían lo llamaban el cuarto de los niños. Su padre, como él luego escribió, le hizo un hijo al galope a Anne-Marie, y luego trató de refugiarse en la muerte.
Entre grandes, había que comportarse como tales. Una de sus primeras imposturas fue tomar un libro y fingir que lo leía. Otra, posterior, fue coger la pluma y un cuaderno e inventar historias. Los libros fueron para Poulou “mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo”; y la biblioteca fue “un mundo atrapado en un espejo: tenía el espesor infinito, la variedad, la imprevisibilidad”.
Leyó así a Fontenelle, Aristófanes, Rabelais y Maupassant. Para Poulou los autores no estaban muertos, se habían metamorfoseado en libros: Corneille era “un coloradote, grande, rugoso, con lomo de cuero”, que olía a pegamento; Flaubert era pequeño, forrado de tela, inodoro, con pecas. Victor Hugo se multiplicaba, estaba encaramado en todos los estantes. Uno de sus descubrimientos mayores fue la Enciclopedia Larousse, que recorrió por zonas (la región Ci-D o la Pr-Z); y atesoró también L’Enfance des hommes illustres.
Era Poulou bajo de estatura, por herencia del padre, y tenía una nube en el ojo derecho. Su larga cabellera risada lo hacía parecer femenino y bello. El abuelo lo llevó un día a la peluquería, y se sorprendió de lo que le había hecho, lo feo que lo había dejado.
Las fantasías literarias y cinematográficas se convirtieron en novelas. La primera en terminar fue Pour un papillon, la segunda Le Marchand de bananes, que se perdieron. Extrañas novelas, escribiría medio siglo después en Les mots (Las palabras, 1963), “siempre inconclusas, siempre recomenzadas o continuadas, como se quiera, con otros títulos, revoltijo de cuentos negros y de aventuras blancas, de acontecimientos fantásticos y de artículos de diccionario”. Supo entonces que su destino estaba marcado: sería escritor.
Le decían cariñosamente Poulou pero su nombre era Jean-Paul. El apellido paterno era Sartre. Se llamaba Jean-Paul Sartre.

Junio 2005

martes, junio 14, 2005

¿SEGUIMOS TODOS VIVOS?

Es lo que le pregunta, en carta fechada el 30 de septiembre de 1968, la escritora neoyorquina Helene Hanff a Frank Doel, encargado de una librería de viejo ubicada en el número 84 de la calle Charing Cross, en Londres: “¿Seguimos todos vivos?” Éste alcanzará a responder, el 16 de octubre, que sí estaban vivitos y coleando, pero no sería por mucho tiempo: el 15 de diciembre Doel fue ingresado de urgencia en el hospital e intervenido de una perforación del apéndice que se le declaró peritonitis y lo llevó a morir siete días más tarde, el 22 de diciembre de ese mismo 1968. Ella, su clienta desconocida, le sobrevivirá más de dos décadas y habrá de dejar este mundo a los 84 años, un día de 1997, en una residencia para ancianos en Manhattan.
¿Son esta Helene Hanff y este Frank Doel personajes de la ficción? No exactamente, aunque en el cine los interpretaron Anne Bancroft y Anthony Hopkins en una cinta de 1987 conocida como Nunca la vi, siempre la amé, y cuyo título original es 84 Charing Cross Road. Ella, Helene, intentó ser dramaturga mas se le facilitaban los diálogos y le fallaban las historias. Hizo guiones de televisión para “Las aventuras de Ellery Queen”, por los que llegó a cobrar hasta 200 dólares por programa, y para la “Galería de famosos de Hallmark”. Tenía afición por los libros usados, en lo que siguió al aforista inglés William Hazlitt cuando afirma: “Detesto leer libros nuevos”. En tal sentido, en una carta dirigida a todo el personal del 84 de Charing Cross escribió Helene Hanff el 16 de abril de 1951: “A mí me encantan las inscripciones en las guardas y las notas en los márgenes: me gusta el sentimiento de camaradería que suscita volver páginas que algún otro ha pasado antes, así como leer los pasajes acerca de los que otro, fallecido tal vez hace mucho, llama mi atención”.
Por eso a finales de los años cuarenta se puso en contacto con ese negocio londinense de libreros anticuarios Marks & Co., al descubrir un pequeño anuncio en el Saturday Review of Literature y presentándose, al hacer su pedido, como “una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes & Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares”.
Lo primero en recibir fueron los Ensayos escogidos, de William Hazlitt (de quien es conocida aquella frase de que sólo se puede calificar como impecables a aquellos autores que nunca escribieron una sola línea) y, sobre todo, el Virginibus Puerisque, de Robert Louis Stevenson, tan bello, apuntó Helene, que “hasta abochorna un poco a mis estanterías hechas con cajas de naranjas”.
Sería alevoso agotar aquí el cuento, pues los materiales para conocerlo están disponibles tanto en el volumen 84, Charing Cross Road (Anagrama, Panorama de Narrativas, número 522) como en el largometraje de David Hugh Jones que le produjo a la actriz Anne Bancroft, como regalo de cumpleaños, su marido Mel Brooks. El libro no recrea, sólo recoge la correspondencia tal como se fue dando; esa colección de cartas dio lugar primero a una adaptación en Broadway. A Helene Hanff le resultaba irónico que sus intentos como autora de libretos teatrales hubieran fracasado y se pusiera algo suyo a partir de ese intercambio epistolar, mismo que la llevó al fin a cruzar el Atlántico y visitar el número 84 de la calle Charing Cross, donde ya no estaba ubicada la librería de Marks & Co, que cerró sus puertas a principios de los años setenta.
Acaso podría concluirse, siguiendo a Hazlitt, que de los trabajos literarios de Helene Hanff el único que podría ser considerado como impecable fue el que ella nunca escribió. Si se le recuerda ahora es por esas cartas y por Anne Bancroft, que la encarnó y, paradójicamente, acaba de morir, sin que acaso le diera tiempo de hacer la pregunta que encabeza estas líneas y que Helene sí alcanzó a escribir a Frank Doel: “¿Seguimos todos vivos?”, y para la cual hay esta respuesta: “Sí, por el momento”. O algo más fantasmal: “Parece que así es”.
Una librería de viejo tiene algo de cementerio porque ahí van a dar, sobre todo, los tomos de gente caída en gracia o desgracia: la literatura como conversación con los difuntos, sea con los autores de los libros o con quienes en algún momento fueron propietarios de esos volúmenes que, en efecto, siguen ahí: Hazlitt o Stevenson, Landor o Sterne, Pepys o Walton... Compadece Helene Hanff a un William T. Gordon, que inscribió su nombre en 1841 en unas Vidas, de Walton, “por lo mezquinos que tienen que haber sido sus descendientes para venderle a usted ese libro por una miseria”.
También es probable que la biblioteca de Helene Hanff haya sido pronto rematada, y que esas joyas que cruzaron el Atlántico y ella tanto valoró, por lo que significaron a su feliz ocio de lectora, sean ahora adquiridas en librerías de viejo de Manhattan por unos cuantos dólares. Si caen en buenas manos, darán quizá testimonio de una comunión trasatlántica. O acaso en el futuro una guionista londinense escriba a esa librería neoyorquina en busca de lecturas entrañables, y los libros de Helene Hanff cumplan así su regreso a casa.
La actriz Anne Bancroft, nacida en 1931 como Anna Maria Italiano y fallecida el pasado 6 de junio, fue la “magdalena” que desató estas imágenes alrededor del número 84 de Charing Cross.

Junio 2005
EN EL TRANSCURSO DEL TIEMPO

Hay una curiosa semejanza, que tal vez no vaya más allá, entre las novelas denominadas como de la corriente de conciencia o monólogo interior, y los largometrajes descritos como del “tiempo real”: puede uno seguir ambos géneros, tanto en el terreno literario como en la pantalla, reloj en mano.
Está, por ejemplo, en cuanto a lo primero, Han cortado los laureles (Les lauriers sont coupés, 1887), de Édouard Dujardin, cuyo relato arranca hacia las 18 horas de un lunes de abril de 1887 en la ciudad de París, y cierra al filo de la medianoche de ese mismo día. Cada palabra hace las veces de segundero, cada capítulo fija una temporalidad precisa, en la espera de Daniel Prince para encontrarse con Léa d’Arsay a las diez de la noche, en una cita que él cree definitiva para el cumplimiento de sus ruegos amorosos. Se lee: “en el bolsillo, el reloj; un chaqueta; olvidaba cepillar un poco mis zapatos; ¡no importa!, no, un simple cepillado; mi cepillo de ropa; no es más que un poco de polvo; uno, dos; ahora, mi chaqueta; la corbata está en su lugar; perfecto; estoy listo; puedo partir; mi pañuelo; mi tarjetero; muy bien; ¿qué hora es?, las ocho y media”.
Puede el lector anotar en los márgenes de la página los tiempos de la ficción y saber, entre otras cosas, que el capítulo sexto describe el recorrido de Daniel para llegar a casa de Léa entre las 21:30 y las 22:00 horas, y que a esa hora justa entra en un edificio de la calle Stévens y sube al segundo piso, revisa sus ropas, toca el timbre y lo recibe Marie, a quien le pregunta:
—¿La señorita D’Arsay está en casa?
—Sí, señor, entre.
Son narraciones en las que es constante la pregunta “¿qué hora es?”, y ésta se convierte en la base en donde se despliega el monólogo interior: el tiempo exacto de la historia hace fluir la corriente de conciencia.
Así lo entendieron dos seguidores confesos de Édouard Dujardin: el austriaco Arthur Schnitzler y el irlandés James Joyce. Uno aplica este modelo sobre todo en El teniente Gustl (Leutnant Gustl, 1900) y en La señorita Elsa (Fräulein Else, 1923), aunque podría decirse que se volvió para él un método de trabajo, el modus operandi de su obra, como se percibe en la adaptación que de su Relato soñado (Traumnovelle, 1926) hizo Stanley Kubrick en la cinta Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999).
Y el otro, Joyce, de igual manera toma la novela de Dujardin como base técnica de Ulises (Ulysses, 1922), en la detallada narración, hora por hora, de lo que ocurre el jueves 16 de junio de 1904 a partir de las 8 de la mañana (y hasta la madrugada del otro día) en la vida de tres personajes: el matrimonio de Leopold y Molly Bloom, y el diletante Stephen Dedalus.
Algo similar ocurre en la cinematografía con La soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock y con A la hora señalada (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann. En esta última película la atención a los relojes es obsesiva: siempre están ahí como fondo de las situaciones, por lo que puede saberse que la acción se inicia alrededor de las 10:30 horas de un domingo y termina, aproximadamente, a las 12:15. Como detalle irónico, Zinnemann incluso coloca en la calle principal del pueblo un letrero de “Se componen relojes”, para enfatizar esa idea de que el filme registra, o imita, el transcurrir del tiempo. Hay un momento magistral, hacia las 11:59, cuando está por arribar el tren del mediodía en el que viaja Frank Miller (Ian McDonald), el hombre que habrá de llevar de nuevo el caos a Hadleyville: el péndulo de un reloj de pared se vuelve metrónomo y da ritmo a una secuencia de instantáneas fijas de cuatro tiempos, caleidoscopio de rostros, mientras que el alguacil Will Kane (Gary Cooper), que se habrá de enfrentar en solitario a Miller y a la cuadrilla que lo aguarda en la estación, redacta su última voluntad y su testamento. Dan por fin las doce horas y se escucha, a lo lejos, el silbido del tren. Tal es, según el título en español, la “hora señalada”; la misma a la que se refiere Amy Kane (una jovencísima Grace Kelly) cuando le dice al marido: “Me pides que espere una hora para saber si me quedaré viuda”.
Los espectadores comparten esa ansiedad por observar cómo se desarrollarán las cosas, aunque el enfrentamiento final es quizá menos angustioso que la espera: entre las 12:05 y las 12:15 terminan Kane y señora con las cuatro figuras amenazantes.
En cuanto al Daniel Prince de Han cortado los laureles, hay una cierta curiosidad por saber si Léa le permitirá compartir el lecho, pero el autor ha puesto aquí y allá suficientes pistas como para saber que ella toma al joven enamorado como un pasatiempo, lo que hace pensar en un “suspenso” relativo. En El teniente Gustl, de Schnitzler, también hay una hora señalada, pues al amanecer el protagonista debe batirse en duelo, y lo que se explora es el insomnio de sus miedos.
Quienes adaptaron Ulises al cine no entendieron que al irrumpir en los códigos cinematográficos se inscribían en esa otra tradición (de Hitchcock y Zinnemann), y acaso asumirlo así habría ayudado a dar vida a esas frías colecciones de momentos literarios en que, tanto Joseph Strick en los años sesenta como Sean Walsh en el 2004, convirtieron a la novela de James Joyce.
En estos relatos escritos y móviles del tiempo real y el monólogo interior, los segundos del presente se miden a la velocidad eterna del mito.

Junio 2005