lunes, octubre 25, 2004

BOLERO PARA UNA PUTA DURMIENTE

La fama, piensa el sabio protagonista de la nueva novela corta de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes, es una señora muy gorda que no duerme con uno, pero cuando uno despierta está siempre mirándonos frente a la cama. Por estos días, esa dama obesa mira insistentemente al Nobel colombiano, incluso desde el monitor televisivo, y por obra y gracia del telepronter ha convertido a los célebres lectores de noticias en sagaces críticos literarios. Es divertido verlos esforzarse por pronunciar nombres tan alejados de su entorno como Flaubert, dicho así, como si fuera una flauta vertical, o, peor aun, Kawabata, que les debe remitir a un restaurante japonés de la calle Mazarik o de Santa Fe. En ese camino, terminarán por asegurar que han devorado la poesía reunida de un autor ruso de nombre Tolstoievski.
Uno de los juegos que propone esta Memoria es, precisamente, el diálogo en directo con La casa de las bellas durmientes (Nemurero Bijo, 1961), de Yasunari Kawabata (1899-1972), extraordinaria nouvelle de la que García Márquez toma el epígrafe (“No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido”) y muchas otras cosas más: la extensión es similar, así como la división en cinco capítulos.
Lo principal es el asunto por el que, en ambos casos, la trama avanza: la posibilidad de que un hombre de sesenta y siete años, o de noventa en García Márquez, comparta la cama con una jovencita. En Kawabata, el viejo Eguchi descubre por su amigo Kiga una casa de placer donde los ancianos podían pasar la noche con muchachas narcotizadas. Esto crea un doble efecto: por un lado, la contemplación de esos cuerpos púberes es una carga de vida para aquellos que ven acercarse el final de sus días; por otro, está la compañía del sueño como “pregusto de la muerte”, según Borges, puesto que ellas no se enteran de con quién están, ni hablan con él, como si se fueran muñecas o cadáveres, y ese aspecto pesadillesco termina por imponerse cuando Eguchi se percata de que la adolescente con la que durmió está muerta, y para retenerlo la matrona de la casa le dice: “Vuelva a la cama. Está la otra chica”, como si se tratara de objetos intercambiables.
Así, en Kawabata la cercanía entre viejos y jóvenes es la intimidad con la belleza y el dolor de la muerte. Uno de los libros finales del autor japonés es Lo bello y lo triste, fórmula que define muy bien sus últimas obras e incluso podría quedar como imagen de su suicidio por gas en un departamento de playa cuatro años después de haber recibido el premio Nobel. Aparece arriba la palabra “triste”, que está en el título de la novela corta de García Márquez y con la que también éste reconoce su deuda en la escritura de esta Memoria de mis putas tristes.
El colombiano tenía, pues, la lectura y la atmósfera; había que adaptar el recurso a Sudamérica, y en especial a Barranquilla, donde parece ocurrir la historia. Si en el Oriente la vejez se relaciona con la fealdad, y por ella la convivencia con las muchachas sólo puede darse a través de narcóticos, en otros contextos geográficos no necesariamente ocurre así. El sabio protagonista de la Memoria es redactor de un diario, y sus prosas dominicales levantan suspiros. Por putañero se queda soltero, o viceversa: por ser un soltero empedernido se vuelve putañero. En la frontera hacia los noventa años de edad decide regalarse una noche de amor loco con una adolescente virgen, como se lee en las dos primeras líneas. Esto lo negocia con facilidad con su amiga Rosa Cabarcas, pero cuando aborda el lecho encuentra a su bella durmiendo, y no la despierta ni la toca. Aprecia el ritual silencioso, que se repite, con sus accidentes, por un año.
Kawabata divide su libro en cinco capítulos porque son cinco las visitas que Eguchi realiza a la casa. García Márquez extiende esa relación callada sin dar demasiados detalles y, por lo mismo, sin convencer del todo al lector. El sueño de la muchacha, bautizada por el sabio como Delgadina, tiene primero la explicación de que se le dio valeriana para curarle el nervio del desfloramiento, y luego un trabajo arduo que ella realiza por el día pegando botones; después ya no hay razones: ¿duerme ella o finge dormir? Él la prefiere así, calladita, y no desea siquiera saber su nombre verdadero. Construye, a partir de esa obsesión por una mujer que trata como muñeca de tamaño natural (recordando, un poco, a Las hortensias, de Felisberto Hernández), un amor más que loco porque no se atreve a realizar un acercamiento real, pero sí se cubre de un romanticismo que tiende a los tonos fáciles del folletín o del bolero, muy lejos del frío erotismo de La casa de las bellas durmientes.
García Márquez tiene, por supuesto, las habilidades del gran cuentero: sabe narrar una historia, seducir al lector con asombrosas lentejuelas y llevarlo por su fantasía, por más disparatada que ésta sea... Sólo que en este caso el relato tiende a resquebrajarse apenas se detiene uno en sus detalles, y lo que en principio parece efectivo se vuelve en la relectura un débil ejercicio realizado acaso por un regular imitador de García Márquez, un distraído seguidor del realismo mágico.
Su Memoria de mis putas tristes es, sin duda, un buen pretexto para regresar a Kawabata.

Octubre 2004

lunes, octubre 18, 2004

LA FÍSICA HACE QUARK

Habría que pensar en el premio Nobel de física otorgado este año a los estadounidenses David J. Gross, H. David Politzer y Frank Wilczek como una vía indirecta de la Academia sueca para rectificar un antiguo traspié: el olvido del narrador irlandés James Joyce (1882-1941). Uno de muchos, habría que agregar, pues la lista de autores importantes no considerados para tan ruidoso galardón es amplísima, como también lo es la de los premiados cuyas obras en realidad no lo merecían (como las chácharas de sir Winston Churchill), mas no es aquí el espacio para enunciar ni una ni otra porque implicaría salirnos del tema por la tangente y perdernos quizá en lo ingente.
Une a los físicos con Joyce la palabra quark, nacida en Finnegans Wake (1939), en una tonada tabernera del capítulo cinco de la segunda parte: “Three quarks for Muster Mark! / Sure he hasn’t got much of a bark / And sure any he has it’s all beside the mark”, y que tiene sus dificultades para ser traducida porque se juega, como en todo el libro, con las palabras. Por ejemplo: en el primer verso, el que nos interesa, acaso muster (asamblea) encierra master (maestro) y mister (señor), e incluso monster (monstruo). Y hay quien traduce quarks como graznidos, croaks, pero está más cerca de los cuartos de galón, quarts, que se beben los parroquianos. Podría muy libremente presentarse así: “¡Tres cua-cuartos para el maese Mark!”
Víctor Pozanco, en su desacreditada versión de Finnegans (“compendio de disparates”, la califica Julián Ríos), pone así la cantinela cantinera: “¡Tres graznidos por Mark, ese dechado!”, pues Pozanco de los abundantes neologismos joyceanos muy pocos comprende, por lo que su mal resumen de la novela sólo mereció una edición, y el olvido.
En el Finnegans aparecieron, pues, los quarks. ¿Cómo es que llegaron a la física? En 1963, en el Instituto Tecnológico de California, Murray Gell-Mann predijo que los protones y neutrones estaban compuestos por partículas más pequeñas. Además de físico, era aficionado a la literatura y a las aves. Releyendo o revisando Finnegans Wake, encontró los cua-cuartos del señor Marcos (por el rey Marcos de Tristán e Isolda pero también por el apóstol), que le sonó a canto de cuervo o gaviota. Y bautizó a esas esenciales partículas como quarks en homenaje a Joyce y a su ornitofilia y mató, así, dos pájaros de un tiro. (¿Habrá visto, por cierto, una cinta de ese 1963, Los pájaros, de Hitchcock, que tiene al graznido y al aleteo como banda sonora o canora?)
Los investigadores que recibirán el Nobel demostraron, diez años más tarde, es decir en el 73, que “cuanto más cercanos están los quarks en el núcleo atómico más débil es la carga de color, de forma que si las partículas se encuentran muy unidas, la fuerza es tan mínima que prácticamente pueden moverse libremente”, lo cual tampoco es fácil de traducir para un mortal pero sí sorprende porque más que de física parece tratarse de crítica literaria, como si se describiera ese libre movimiento de la palabra en la arriesgada novela de Joyce.
Si nos dicen que un quark es “un fermión fundamental con carga hadrónica o de color”, los legos nos quedaremos de a cua-cuartos. Y que se agrupan de dos en dos para formar mesones, o de tres en tres para formar bariones, tampoco adelantaremos mucho y preferiremos ir a un mesón (constituido por un quark y un antiquark) para tomar un cuarto de galón de cerveza en compañía no de bariones sino de otros varones más proclives a lo diurético que lo hadrónico. Que el quark sea una partícula elemental de la subestructura del protón y el neutrón nos coloca a punto de estallido o de caída verbal, como esa palabra de ochenta y tantas letras que está en la página inicial de Finnegans Wake, que no se transcribe aquí por miedo a causar una catástrofe tipográfica de proporciones inimaginables.
Se entiende porqué a la hora de atisbar esas partículas más pequeñas que los protones y los neutrones nuestro Gell-Mann no en La Habana sino en California (pero acaso fumándose un habano, para celebrar el histórico descubrimiento) haya elegido esa novela y no, por ejemplo, un poema de Giórgos Seféris, Nobel literario en el 63, lo que tampoco habría estado mal, y los quarks ya no se habrían llamado así, sino Astianax o Éfesos.
Por cierto: a la vez que Murray Gell-Mann (no confundir con Richard Ellmann, el biógrafo joyceano) daba con los quarks, George Zweig encontró los “ases”, que para el caso eran exactamente lo mismo. Por caprichos del desatino, el bautizador oficial fue el primero; y habrá ahora que alzar, gracias a éste, la copa o el tarro por James Joyce y ofrecer, ebrios de la emoción, “tres cua-cuartos al maistroso Marcos / que no la pensó demasiado para embarcarse / mas hará todo lo posible por desembarazarse”. O algo así. El Nobel físico, y el novelismo, obligan.

Octubre 2004

martes, octubre 12, 2004

UNA ESTÉTICA DEL SOSPECHOSISMO

Ya Carlos Monsiváis ha realizado una primera aproximación teórica al sospechosismo al rastrear su base literaria, que es un libro publicado en los años cincuenta con el título El sospechosismo, un peso sobre la conciencia libre (Voladero Editores, 1952). El autor es, sigo la misma fuente, Emilio Sospecho, hijo de un asturiano de Piedras Negras y una criolla de Guadalajara, que nació en Celaya en 1910 y murió en 1960 en la capital de la República.
Lo que Monsiváis acaso ignora es que las primeras notas de esa obra hoy célebre fueron escritas a partir de una experiencia cinematográfica, es decir luego de que este personaje asistió a un maratón de la RKO en el cine Pathé, de la calle Luis Moya, y se asombrara ante la última cinta de la jornada: Suspicion (La sospecha, 1941), de Alfred Hitchcock, en la que actúan Joan Fontaine (como Lina McLaidlaw) y Cary Grant (Johnnie Aysgarth).
Cuentan sus contemporáneos que por esos días Emilio Sospecho convirtió en rezo algo que partía de su apellido y se volvió, más tarde, un neologismo. “Sospecho, sospecha, suspicion; Sopecho, sospecha, suspicion...”
Los primeros esbozos de ese trabajo, resguardados en una editorial independiente que no ha conseguido los fondos necesarios para elaborar un facsimilar acorde con la importancia de la obra, pueden consultarse en el cuaderno virtual http://emiliosospecho.blogspot.com. Ahí se muestra cómo el tratado no se perfilaba inicialmente hacia el análisis político; por la trama de la película, tomaba el espacio matrimonial como objeto de estudio.
La anotación inicial, del 8 de febrero de 1945, llega más bien a lo que podría ser entendido como una fórmula: “Antes incluso de ser presentados, Johnnie le pide dinero a Lina: él es franco, muestra ahí su costumbre de vivir de las mujeres, se muestra... Lina cree que la situación es un pretexto para el acercamiento. No hay sospecha alguna, sólo fascinación. En retrospectiva, pudo haber analizado las circunstancias de ese primer encuentro. Los actos posteriores de Johnnie confirman que hay algo extraño en él. Luego entonces: confianza, duda, alejamiento, sospecha...”
Nuestro autor estaba a un balbuceo de ese concepto clave, y que por sus raíces paternas parecía condenado a descubrir. Por cierto, Monsiváis también olvida el apellido materno de Emilio Sospecho que es, curiosamente, Quesada (o Quezada: aparece con “ese” en el acta de nacimiento y con “zeta” en el registro de la parroquia, nos dice su hija Marthita).
De la confianza se pasa a la duda, de la duda al alejamiento y la sospecha. Esta última se vuelve crónica, una sospecha sostenida. El personaje interpretado por Cary Grant debe darse cuenta que su mujer no confía en él, mas no se le ve perturbado. Y ella cree que cada acto que realiza su marido la sumirá en alguna desgracia nueva. No puede obviarse el hecho de que la economía del hombre no es muy estable, y que su cartera depende (sin considerar la renta de la esposa) de préstamos de los amigos, un empleo al que ya no asiste y de cómo le vaya en las carreras de caballos, vicio que en casa afirma haber abandonado. Las mayores angustias de Lina surgen cuando descubre que Johnnie contrató un seguro donde se especifica que si alguno de los cónyuges faltara, el otro cobraría una cantidad muy alta. Como Johnnie tiene deudas, Lina sospecha que intentará asesinarla, y teme aun del vaso de leche que él le ofrece por considerarlo arma homicida... “Ella tiene miedo, teme a su marido, porque no sabe exactamente quién es y qué busca: la sospecha surge de la ignoracia de lo que hace el otro”, escribe Emilio Sospecho el 12 de febrero de ese mismo año de 1945.
No es arduo imaginar la actitud extática del futuro autor de ese tratado singular ante esas imágenes delirantes que aparecían en la pantalla del cine Pathé. No lo distraían los gritos del respetable, que a veces tomaban partido por la galana y otras por el galán. Pudo haber imaginado en ese momento a un Cary Grant aturdido que se acerca a Joan Fontaine y le dice: “Basta de sospechosismo”, pero el concepto aún no nacía.
La historia se cuenta desde el punto de vista de Lina. Es ella quien observa y juzga, llega a conclusiones atemorizantes y construye una incertidumbre que la encamina al daño, un daño tal vez irreparable. Él lleva una vida despreocupada, ajeno a las angustias de Lina. Pero el espectador sigue a la dama, comparte sus percepciones, ese miedo que es también deseo.
La cinta da un último giro que por abrupto se torna ambiguo, y que no agradó a muchos críticos. Hay, o parece haber, un final feliz obligado. Se acusaría a Lina de sospechosista, porque sus vacilaciones quizá tenían una base real pero se alimentaban tal vez de la exageración. Era difícil convencer al público de que Cary Grant sea el malo de la película, por lo que Hitchcock optó por un cierre que por artificial puede considerarse abierto, pues deja al espectador en la posibilidad de decidir. Leo en los cuadernos de Emilio: “Lina no tiene bases para sentirse dichosa: muy probablemente vive con un miserable, a lo mejor sus sospechas son fundadas”.
Gracias a Hitchcock, Emilio Sospecho encontró en el sospechosismo un ingreso franco a los terrenos de la duda.

Octubre 2004

martes, octubre 05, 2004

HITCHCOCK ENTRE FRUTAS Y VERDURAS

Resulta contrastante el que las películas de Alfred Hitchcock (1889-1980) sean ahora materia de exhibición y venta en supermercados cuando en otros tiempos se lamentaba que de algunas de sus cintas —las consideradas “mayores”, entre ellas La ventana indiscreta (1954) y Vértigo (1958)— no hubiera en el mundo copias disponibles. El especialista Robin Wood se quedaría pasmado al encontrarse, entre frutas y verduras, con La sombra de una duda (1943), La soga (1948) o El tercer tiro (1955), y compraría enseguida todo el paquete (junto con la leche, los cereales, las palomitas de maíz y otros artículos de primera necesidad) para llevárselo a casa y comenzar a estudiar los filmes.
A esta condición de oferta de temporada se ha llegado en parte porque le sobrevive al “maestro del suspenso” esa imagen bonachona de la apertura y el cierre de los programas de televisión por él producidos, y el juego de sus apariciones fugaces en muchos de sus filmes, pero en cuanto a una valoración crítica de su trabajo se sigue en los extremos: hay quienes lo miran como un mero creador de entretenimientos (y que pretenden abordar sus películas como si fueran simulacros de la montaña rusa); y otros que lo estiman como gran auteur.
Considérese que Hitchcock tiene 53 cintas, y que su camino como director se inicia en 1925, con El jardín de la alegría, y termina cinco décadas más tarde, con Trama macabra, de 1976: es decir, el desarrollo del cine como nuevo arte está resumido en esa obra. No acompañó a los otros cineastas sino que muchas veces se puso a la delantera. Aportó a la industria británica una profunidad de imagen aprendida de los estadounidenses y de los alemanes, pero también supo experimentar e inventar códigos narrativos que aún se emplean.
A las 14 cintas de la promoción en supermercados, en cajas de tonos gris y negro que circulan desde el 2001 y contenían, en principio, un folleto ahora ausente, se agregaron por lo menos cuatro de nuevo lanzamiento internacional en DVD: Sospecha (1941), Pánico en la escena (1950), Mi secreto me condena (1953) y Con M de muerte (1954). Éstas forman parte del paquete 2004 de la Warner “Alfred Hitchcock signature collection”, que incluye además de una edición especial de dos discos de Extraños en un tren (1951) y la ya conocida Intriga internacional (1959), otros tres largometrajes: Corresponsal extranjero (1940), Matrimonio original (1941) y El hombre equivocado (1956).
¿Llegará esto completo al supermercado en precio especial? No lo sabemos. Lo que resta aparecerá después, en tal caso, en las tiendas de videos. Se tendría, de ser así, con sus alturas y caídas, un panorama amplio de la etapa madura de Hitchcock en su travesía por Hollywood.
No todo será deslumbrante, por su puesto, pero incluso una película mala de Hitchcock es más digna de verse que muchas de las que se producen por estos días. Se percibirá que la industria cinematográfica ha seguido copiando a Hitchcock en cuanto a la técnica, pero no en su esencia de realizar filmes que soportan dobles o triples vistas (por trabajar a detalle lo que él llamaba el tapiz de la historia) ni en el cuidado absoluto del guión, que era su necesario punto de partida.
Entre lo nuevo está Sospecha, con Cary Grant y Joan Fontaine, en donde acaso no se resuelve satisfactoriamente el siguiente conflicto: cómo hacer que el héroe de la cinta se convierta en villano. Hitchcock no supo o no pudo, por la censura de la época o la vigilancia de los productores, dar el paso, y optó por una conclusión hasta cierto punto ambigua. Le sigue Pánico en la escena, en la que la pobre Jane Wyman palidece ante la belleza sofocante de Marlene Dietrich. Hitchcock juzgaba negativamente esta cinta por incluir un flashback mentiroso, del que se arrepintió apenas realizado el estreno.
En cuanto a I Confess hay que decir algo sobre su título, que en español ha sido (según las filmografías conocidas) Yo confieso o Mi secreto me condena, pero que circula ahora como Mi pecado me condena. ¿Cómo es que el secreto devino en franco pecado? Montgomery Clift interpreta al padre Michel Logan, sospechoso de asesinato y al que en el proceso judicial se le descubre como examante de una mujer casada. Por el tema es una de las cintas más personales del director, pues revela en ella ese catolicismo heredado de su raíz materna irlandesa.
Y la última, de las que están apareciendo en supermercados, es Con M de muerte, primera colaboración entre Hitchcock y Grace Kelly, cinta de espacios cerrados pero activos movimientos de cámara y con un uso sorprendente del color. Será de las pocas cintas realizadas en tercera dimensión en los años cincuenta que perduran, ya que antes que el truco se atendió a la trama.
El cine de Hitchcock ha sido en los últimos años objeto de exposiciones en museos importantes de Montreal y París, pero puede verse, sin que ello cause gran conflicto, también en tiendas de autoservicio. ¿Por qué no? El director británico cifró su carrera, precisamente, en esa dualidad entre el artista mórbido y el gran entretenedor.

Octubre 2004