lunes, agosto 23, 2004

LA HERMANDAD DE LA JERINGA

Igual que muchos gobiernos seleccionan y exhiben ante los medios algún caso leve de corrupción para ocultar otros mayores y ponerse la careta de honestidad, así el Comité Olímpico Internacional suele dar la noticia de un número reducido de deportistas cuyo resultado fue positivo en la prueba de doping, y lo hace para esconder lo evidente: que gran parte de ellos recurre a esas sustancias que se suelen llamar “prohibidas”, y que les ayudan a mejorar su rendimiento físico en lo inmediato mas les pueden causar daños graves o curiosas transformaciones físicas posteriores. Si no lo hicieran así, si los atletas dejaran de doparse, los récords olímpicos y mundiales acaso se estancarían, y el que las marcas se rompan es uno de los atractivos del espectáculo que hemos presenciado durante estas largas semanas.
El COI presumirá: “Estamos luchando contra el dopaje”, cuando podría decir: “Sólo sacrificamos a algunos competidores para dar la apariencia de que nos oponemos al doping, pero no queremos que la gente deje de interesarse por unas Olimpiadas donde no se luche al límite de la resistencia”. Esto, si existieran la honestidad o la sinceridad o la ética olímpicas... Y no prevaleciera el interés comercial. Presentar demasiados casos de dopaje ensuciaría a las Olimpiadas y reduciría el número de patrocinadores y espectadores del siguiente festival deportivo, cuatro años más tarde, pero la idea de que se asiste a un mero simulacro parece señalar hacia algo más delicado: se estaría ante situaciones de enfermedades provocadas con fines lucrativos.
Para crear la ficción de la “guerra contra el doping” se monta un espectáculo médico paralelo a las justas, y se le muestran a la prensa sofisticados laboratorios donde la pureza deportiva es preservada.
Entre los casos que han sobresalido está la corredora Florence Griffith-Joyner, que en un par de años pasó de un desempeño poco notorio a ser una de las favoritas en Seúl, donde ganó tres medallas y estableció dos marcas mundiales. Siempre se sospechó que tomaba anabólicos. Murió prematuramente en 1998.
Su consejero en la transformación física fue el célebre velocista canadiense Ben Johnson, quien, según los periodistas Vyv Simson y Andrew Jennings, cometió en su breve carrera atlética tres errores garrafales: tomó esteroides, lo descubrieron y luego exigió una investigación para limpiar su nombre. El gobierno de Canadá le hizo caso en esto último, y nombró al juez Charles Dubin para presidir una comisión investigadora. El resultado mostró una red de complicidades en torno a “La hermandad de la jeringa”, los atletas que se entrenaban con Charlie Francis.
Se lee en Los señores de los anillos: poder, dinero y doping en los Juegos Olímpicos, que el juez canadiense arrasó sin contemplaciones los mitos que construyeron durante mucho tiempo los presidentes deportivos. Dubin puntualizó el engaño que había sufrido el público. Cuestionó las estadísticas reveladas por el COI donde se muestra que apenas un puñado de competidores ingiere drogas. Según Dubin, “estos datos se han utilizado confusamente en varios intentos por demostrar que el abuso de las drogas afecta tan sólo a un pequeño porcentaje de los atletas”. Encontró a un Comité Olímpico Internacional más atento a las apariencias que preocupado por el fondo del asunto.
Entre los atletas hay un dicho: “Sólo los descuidados o los enfermos se dejan descubrir”. El informe de Dubin recibió respuesta por parte de Arne Ljungqvist, director sueco de la comisión médica de la Federación Internacional de Atletismo Amateur, quien se escudó en las estadísticas de los Juegos de Seúl: mil 600 atletas se sometieron a las pruebas y sólo diez de ellos arrojaron resultados positivos. El juez Dubin le respondió así: “El doctor Ljungqvist y otros saben que las pruebas dentro de la competencia no detectan a todos los atletas. Sin embargo, él utiliza las pruebas dentro de la competencia para medir el alcance del doping en Seúl. Las pruebas han demostrado que los atletas descubiertos en Seúl no eran los únicos usuarios. Demuestra simplemente que fueron los únicos descubiertos”.
En la preparación los deportistas y sus médicos tienen vía libre para la experimentación; en los días de competencia deben tener la astucia para que lo consumido desaparezca del organismo... ¿Desaparezca? Simson y Jennings se sorprendieron al encontrar en una reunión del COI a una campeona olímpica, a la que describen en su libro como “una mujer con una barba más larga que la mayoría de los hombres presentes”, y que se paseaba muy campante entre los federativos. A su manera, esta dama barbuda también representa el ideal olímpico.

Agosto 2004

lunes, agosto 16, 2004

LA CORRUPCIÓN OLÍMPICA

Los Juegos de Atenas son descritos por la porra televisiva como un intento por regresar a los orígenes, un posible reencuentro con la pureza olímpica... Lo que implica un reconocimiento: si se está de vuelta en los principios (o al menos se pretende hacerlo creer así) es porque estos se perdieron en el camino. Pruebas de que el gran dinero transformó a las Olimpiadas están por todos lados; va aquí una: gracias a la Coca-Cola se despojó en 1996 a Atenas de los Juegos Olímpicos del Centenario y se les llevó a Atlanta, como pago del COI por los favores recibidos... Y fue el empresario deportivo Horst Dassler, precisamente, el que más influyó para que decisiones como esa, alejadas de la ética del deporte o de sus tradiciones, imperaran durante la “era Samaranch”.
En las páginas oficiales del COI se habla de Horst Dassler como un “visionario”. ¿Cuál fue exactamente su visión? El jefe alemán de Adidas se emocionó enormemente durante los Juegos de México 68, que fueron los primeros en contar con transmisiones vía satélite al mundo entero; ahí nació el sueño: que miles de millones de televidentes observaran a los más grandes atletas en el podio de los ganadores luciendo las tres rayas de su marca. Si para hacerlo realidad debía convertir a los dirigentes deportivos en incondicionales, tenía el dinero o los contactos suficientes conque sobornarlos. ¿Su primer aliado? Joao Havelange, que fue presidente de la Federación Internacional de Futbol Asociado (FIFA).
En Los señores de los anillos, los periodistas Vyv Simson y Andrew Jennings contaron con el valioso testimonio de Patrick Nally, cercano colaborador de Dassler. Éste refiere que el apoyo de Adidas a Havelange fue decisivo en el proceso para apoderarse del COI: “Una vez adentro de las federaciones, usted ya tiene un pie en el Comité Olímpico Internacional, y eso significa controlar [...] el más grande espectáculo del mundo. Horst quería ser la clave de todo. Quería ser indispensable. Cuando las decisiones se tomaran, cuando alguien quisiera algo, ya fuera dinero o elecciones, él quería ser la única persona a quien se le hicieran las llamadas al final del día”.
La FIFA fue la primera federación deportiva intervenida al cien por ciento por Dassler. Ya para la final del futbol de Italia 90 los equipos finalistas (Argentina y Alemania), e incluso el árbitro, lucían de pies a cabeza su ropa deportiva. Si Havelange hacía promesas, Dassler se ocupaba de buscar otros patrocinios; la mejor carta fue comprometer a la Coca-Cola para que “apoyara” al balompié. Otro que recibió entrenamiento por parte del empresario alemán fue Joseph Blatter, sucesor de Havelange... Lo que significa que la cadena no se ha roto, pese a que Horst Dassler ya no está con nosotros (como se acostumbra decir en los funerales): su legado, no obstante, permanece.
Y Dassler se apoyó en la FIFA para encumbrar al político franquista Juan Antonio Samaranch, al que llevó en 1980 a la presidencia del COI. Otro que debe aparecer en la fotografía (para completar un cuadro en verdad temible, digno de una novela de Mario Puzo) es el italiano Primo Nebiolo, por décadas presidente de la Federación Internacional de Atletismo Aficionado (FIAA), hombre capaz de convertir un salto muy corto en medalla de oro a la vista de la concurrencia, por así convenir a sus intereses.
El gran poder de Dassler crecería a la par de los pagos millonarios por obtener los derechos de transmisión televisiva tanto de los campeonatos de futbol como de los Juegos Olímpicos. Para monopolizar esos ingresos creó la International Sport Leisure (ISL), compañía publicitaria que tenía como cliente seguro al COI, y que hizo convenios, para los Juegos de 1988, con nueve compañías multinacionales que aportaron más de 100 millones de dólares, menos la comisión de la ISL. Y esto era sólo el principio.
Horst Dassler enseñó a los dirigentes deportivos que vendiendo sus juegos podrían ellos hacerse multimillonarios. Ese fue su ideal olímpico. ¿Y los atletas? En la batalla por romper récords —pues se trataba de mantener un espectáculo atractivo para televidentes y patrocinadores—, se volvieron peligrosos consumidores de drogas. Sobre este asunto del dopaje el COI ha mantenido un sorprendente doble discurso: lo acepta si no es detectado (y trata de que no lo sea), y lo combate si se le descubre.

Agosto 2004

martes, agosto 10, 2004

EL COI Y LA GUERRA DE LOS ZAPATOS

Habrá que prepararse para sobrevivir a ese espectáculo mercantil y patriotero en que se han convertido los Juegos Olímpicos, un “reality show” extremo donde los deportistas miden las fuerzas de anabólicos y esteroides ingeridos durante su preparación (en complicidad o por exigencia de los directivos, a quienes se les reclama un show entretenido), y donde los patrocinadores cubren cada centímetro de pantalla con sus logotipos y los locutores ocupan cada segundo de las transmisiones con una hueca retórica “positiva” (al dictado del mejor postor) y una cultura instantánea sacada de las guías turísticas o los buscadores de internet.
Durante estas jornadas el ánimo festivo impuesto sobre todo por los medios televisivos (que invierten sumas extraordinarias y buscan una audiencia cautiva) es el sentimiento que intenta desarmar a los seguidores “inocentes” de la gesta olímpica y los hace presa fácil de las marcas y los mensajes.
Habrá, sí, que resistir el bombardeo y parapetarse acaso en la literatura que se ha escrito al respecto, para tener argumentos (aunque sea mínimos) que sirvan al contraataque. O sólo por salud mental, digamos.
Antes se afirmaba: “Lo importante no es ganar sino competir”. Ahora debe eso corregirse: “Lo que importa es vender”. ¿Cómo es que los Juegos Olímpicos degeneraron en esa comercialización excesiva que habría escandalizado al mismo Pierre de Coubertin, y con la cual perdieron quizá definitivamente su brújula ética? La historia tiene un nombre: Horst Dassler, que no fue presidente del Comité Olímpico Internacional pero controló el organismo deportivo por varias décadas y fue adaptando, como empresario de la marca Adidas, al COI a sus intereses y a los del gran dinero.
Fue Dassler de los primeros en pagar a los atletas aficionados por debajo del agua (cuando se prohibía toda comercialización, pues se trataba de deporte amateur) para que vistieran la ropa de su sello; fue de los primeros en acercarse a las federaciones deportivas internacionales para establecer convenios subterráneos... Y sus esfuerzos corruptores, o su inversión, digamos, rindió frutos, cuando logró que en la cúpula del deporte mundial se estableciera un personaje afín, un incondicional: el político franquista Juan Antonio Samaranch, que entregó las Olimpiadas a ISL Marketing, empresa de comercialización de Dassler construida a la sombra de los Juegos.
Esto lo relatan los periodistas británicos Vyv Simson y Andrew Jennings en un libro non grato para el COI: Los señores de los anillos: poder, dinero y doping en los Juegos Olímpicos, y sus continuaciones: Los nuevos señores de los anillos y La gran estafa olímpica, que son lecturas secretas de muchos cronistas deportivos.
Pero el cuento de Horst Dassler se inicia una generación atrás, con su padre Adolph y su tío Rudolph. Leo: “Los dos eran zapateros en el pequeño pueblo alemán de Herzogenarauch. Un día los dos hermanos tuvieron un fuerte altercado. La disputa fue tan terrible que Adolph y Rudolph decidieron no volver a hablarse. Se separaron y fundaron negocios rivales de zapatos en la ciudad, a los dos lados del río Aurach. Rudolph le dio a su negocio de zapatos el nombre de Puma. La compañía manejada por Adolph y su esposa se llamaba Adidas, una combinación no muy ingeniosa de Adolph, conocido por todo el mundo como Adi, y Dassler”.
La rivalidad fue heredada. La primera experiencia triunfante de Horst Dassler ocurrió en los olímpicos de Melbourne, en 1956. Su padre lo envió ahí con el propósito de que hiciera todo lo posible para que Adidas se impusiera a Puma. Y a Horst, que era un adolescente, no le costó trabajo vencer a su primo Armin, que hizo el viaje con el mismo propósito pero en sentido contrario. Quizá ahí encontró Horst la explicación de todas las cosas, la llave que lo dejaría entrar a los Juegos Olímpicos: sobornó a varias personas en los muelles australianos para impedir que se desembarcara el equipo Puma. Fácil, ¿no?
La felicidad, dice un personaje de Hitchcock, no se compra pero sí se le puede sobornar. Ese fue el “ideal olímpico” de Horst Dassler. Y Melbourne funcionó como su línea de salida para una exitosísima carrera corruptora del deporte, en la que impuso varios récords mundiales.

Agosto 2004

jueves, agosto 05, 2004

UN EPÍLOGO DE AIRA

Luego de leer los dos textos anteriores, me escribe el narrador argentino César Aira lo siguiente: “En realidad Borges no es culpable. Fue él quien le habló a su cuñado Guillermo de Torre, director de La Pajarita de Papel, de ese autor checo entonces desconocido. De Torre encontró las traducciones en la Revista de Occidente, anónimas, la de La metamorfosis y dos o tres cuentos más, y decidió hacer el libro, pero como necesitaba más páginas, le pidió a Borges que tradujera algo, y Borges eligió “En la colonia penitenciaria” y otros dos (¿o tres?, no recuerdo y no tengo el libro aquí) y los tradujo en su estilo inconfundible, y además escribió el prólogo. Cuando salió el libro, De Torre le puso en la portadilla “traducción y prólogo de Jorge Luis Borges”, lo que no era mentir. Seguramente no quiso alargarlo desglosando qué había traducido Borges y qué no, sobre todo porque no tenía el nombre del otro traductor, y además quizás había tomado esas traducciones de la Revista de Occidente sin pedir autorización.
”Borges fue un buen lector muy temprano de Kafka. Un amigo mío tiene el ejemplar que le pertenecía de Das Schloss, la primera edición, de 1925, con sus anotaciones.
”Acabo de escribir un prólogo para una edición de los siete libros publicados en vida por Kafka, para una editorial de España, y fue una buena excusa para releerlo todo. Es casi demasiado grande.”
En el 2004, César Aira publicó su propia versión de La metamorfosis, con lo que el círculo se cierra: no hay ya duda alguna de que un escritor argentino tradujo a Franz Kafka.

Agosto 2004

lunes, agosto 02, 2004

SAMSA EN UN PESTAÑEO

¿De quién es, entonces, esa traducción de La metamorfosis por décadas atribuida a Jorge Luis Borges? Además de Losada, la española Alianza Editorial la incluye en su catálogo... ya sin el crédito del autor argentino. O mejor dicho: sin crédito alguno, como si esa versión castellana de la novela de Franz Kafka hubiera salido del limbo. ¿Quién la hizo? Por algunos giros expresivos, Borges presume que ha de ser de un español...
Hace unos años la revista Espéculo, de la Universidad Complutense de Madrid, registró una curiosísima polémica al respecto entre Cristina Pestaña Castro, especialista en filología alemana de la Universidad de Valladolid, y el escritor argentino Fernando Sorrentino (que publicó en 1974 un tomo de conversaciones con Borges). Acaso valga la pena reseñarla por lo que tiene la querella de kafkiano (en un sentido múltiple) y porque nos ayuda a entrever esos pasmosos laberintos de la academia donde todo es posible (incluso llamarse Gregorio), mas las conclusiones a las que se llegan no deben tomarse como definitivas.
El caso es que la licenciada Pestaña se acerca a varias versiones de La metamorfosis, y la de Borges le sirve para estudiar (en el número 7, noviembre 1997-febrero 1998, de Espéculo) esa dualidad del escritor como traductor, “cómo se entremezclarían en él la tarea de transmitir al castellano lo que Kafka hizo con el alemán y la aportación en la traducción de un estilo propio”. Un año después, en el mismo espacio (número 10, noviembre 1998-febrero 1999), Fernando Sorrentino le aclara que Borges nunca tradujo La metamorfosis.
Lo sorprendente es la reacción de doña Cristina: acepta la corrección, pero la toma como si hubiera venido de ella, y se da a la tarea de explicar (número 11, junio 1999) “todos los pasos que di hasta averiguar que, efectivamente, Borges no podía ser en modo alguno el traductor de Die Verwandlung”. Se siente acusada, y luego ella misma acusará, tirando a lo más alto.
Tiene a la vista dos traducciones: una, la de Losada, de 1938, con el crédito a Borges como prologuista y traductor; y la otra, de 1945, que apareció como tomo independiente de la editorial de la Revista de Occidente, en la colección “Novelas Extrañas”, y donde no se indica quién vertió la obra al español. Va a los archivos a cotejar esta última, y encuentra una anterior a ambas: del año 1925, publicada por primera vez en la Revista de Occidente (número 18/19), en Madrid. Pero las tres son la misma: empiezan y terminan igual (con algunas variantes mínimas en la edición argentina). En el camino, en alguna bibliografía equívoca, surge un nombre, Galo Sáez; luego se entera que así se llamaba una imprenta madrileña.
En los papeles que tenía a la mano la académica Pestaña, esa traducción de La metamorfosis aparecía tres veces (en impresos de 1925, 1938 y 1945), primero sin crédito, luego con el nombre de Borges, y otra vez sin crédito.
Buscó entonces doña Cristina a José Ortega, hijo de Ortega y Gasset y director de la Revista de Occidente y de la Editorial Revista de Occidente a partir de 1943, y le contó el caso. Éste le dijo que el posible traductor de la obra era una mujer, Margarita Nelken, cuya ficha básica es la siguiente: nació en 1896 y murió en 1968; hija de judíos alemanes emigrantes en España, fue una reconocida escritora y política. Tras la Guerra Civil Española, fue diputada socialista durante la II República, tuvo que emigrar a México, donde murió. También tradujo obras del inglés y del alemán, así como publicó trabajos referentes a la historia del arte... Pero nada confirma que Margarita Nelken tradujo La metamorfosis, sólo se dispone de un “podría ser”.
La académica no pestañea en armar la siguiente fantasía criminal (no digna, por ingenua, de la Historia universal de la infamia): Borges leyó esa traducción de 1925, la conservó y luego, “consciente de la caótica situación de la época, que conoce la pérdida de los archivos y el fin de la Revista de Occidente, se aprovecha de la situación” y la ofrece como suya a la editorial Losada, donde aparece en 1938 y en sucesivas reimpresiones. Doña Cristina Pestaña Castro acusa a Borges, pues, de plagio.
Tómese de quien viene: no se olvide que esta dama tuvo en las manos dos traducciones idénticas (de 38 y 45) y las analizó por años como si fueran diferentes. Hasta que la corrige Sorrentino y consigue ella una tercera versión (la de 25) se da cuenta que ha estado manejando un mismo original. Después toma el nombre de una imprenta como si fuera el dato del posible traductor (Galo Sáez), alguien le da otro informe, el de que quizá Margarita Nelken tradujo La metamorfosis y... Lo único cierto es que al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.

Agosto 2004