lunes, julio 26, 2004

LA INVEROSÍMIL METAMORFOSIS DE BORGES

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse con que Borges jamás había traducido la historia de su metamorfosis. Con dificultad, por la figura convexa de su vientre oscuro, Samsa abandonó las páginas del libro de la editorial Losada en donde se hallaba atrapado y deslizó sus innumerables patas, lamentablemente escuálidas, por la portada hasta clavar sus ojos miopes primero en el título y luego en las líneas de abajo: “Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges”. Aun dentro de la pesadilla de amanecer convertido en un monstruoso insecto, lo confortaba pensar que su transformación era seguida paso a paso en español por los fieles lectores de ese autor argentino. Pero no era así. Algo, entre sueños, le había creado esa inquietud.
—¿Qué me ha sucedido?
Tuvo que realizar múltiples esfuerzos, durante esa larguísima jornada que se desarrolló en una enorme biblioteca a la que no sabía cómo había arribado, para hacerse de una idea clara de lo ocurrido con Borges. Primero pensó en ir a las primeras ediciones de las traducciones acreditadas al autor de El Aleph. En cuanto a La metamorfosis, tendría que escurrirse hasta la “K” de Franz Kafka y desenterrar el tomito original de Losada, de 1938, número 1 de la colección La Pajarita de Papel, que incluía además “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio”... Pero verlo y no verlo era lo mismo, pues Samsa había salido esa mañana de una de las múltiples reimpresiones (de abril de 1992) de esa metamorfosis luego puesta en duda. Tenía la sospecha de que el prólogo sí era de Borges y la traducción no, pero eso habría que documentarlo. ¿Se encontraría el Orlando, o la Orlando, de Virginia Woolf en la misma incertidumbre?
Decidió entonces no tomar el camino hacia la “K” de Kafka ni hacia la “F” de Faulkner o la “W” de Whitman y Woolf, en donde encontraría otras traducciones al parecer borgesianas, sino a la “B” directa de Borges. En esto, a ritmo de escarabajo, se demoró un par de horas. Al llegar a su destino revisó las obras que contenían un aparato crítico; y optó por Ficcionario, antología realizada por Emir Rodríguez Monegal en 1985; y por la Bibliografía completa, de Nicolás Helft, publicada en 1997. Con estas herramientas podría acaso resolver el enigma que lo había despertado de nuevo, luego de un sueño en verdad intranquilo.
Según Rodríguez Monegal, en 1905, a los nueve años de edad, Borges traduce El príncipe feliz, de Oscar Wilde. Helft da la ficha técnica, mas el año no es el mismo sino 1910, y cita la leyenda siguiente del diario El País (del 25 de junio): “Traducido del inglés por Jorge Borges (hijo)”. Es lo primero suyo que Borges ve publicado, a los nueve o los 14 años.
Las traducciones “reales” de Borges son para Rodríguez Monegal estas: Un cuarto propio y Orlando, de Virginia Woolf, en 1936 y 1937, respectivamente; Un bárbaro de Asia, de Henri Michaux y Las palmeras salvajes, de William Faulkner, en 1941; Bartleby, de Herman Melville, en 1944; y del año 1969 es una traducción parcial de Hojas de hierba, de Walt Whitman. De La metamorfosis sólo apunta que prologó el relato en 1938.
Para cotejar esto, Gregorio Samsa ejecutó un dificultoso paseo por la Bibliografía completa. Tuvo que agregar, al año 1936, un Perséphone, de André Gide. Señala Helft que la traducción de Bartleby es de 1943, y no de 1944; y Las palmeras salvajes aparecen en 1944, no en 1941... Se descubre que para un volumen único reunió Borges en 1949 a Thomas Carlyle (“De los héroes”) y a Ralph Waldo Emerson (“Hombres representativos”). Y que en 1954 realizó la versión castellana de Estación Victoria a las 4.30, de Cecil Roberts. Tal es, diríase, la lista oficial de traducciones realizadas por Jorge Luis Borges. Con sus diferencias entre especialistas.
Exhausto, Gregorio Samsa encontró sólo confirmaciones de que Borges nunca había trasladado al español La metamorfosis, aunque la editorial Losada insistiera en lo contrario. Un escritor, Fernando Sorrentino, dice haber comentado a Borges que en su traducción de La metamorfosis notaba un estilo distinto del habitual... Y dice que Borges le dijo: “Bueno: ello se debe al hecho de que yo no soy el autor de la traducción de ese texto. Y una prueba de ello —además de mi palabra— es que conozco algo de alemán, sé que la obra se titula Die Verwandlung y no Die Metamorphose, y sé que hubiera debido traducirse como La transformación. Esa traducción ha de ser —me parece por algunos giros— de algún traductor español”.
—No de Borges —lamentó Samsa.
Luego, a pesar suyo, su cabeza hundióse por completo, y su hocico despidió débilmente su postrer aliento.

Julio 2004

lunes, julio 12, 2004

SARAMAGO Y LA FÁBULA DEMOCRÁTICA

En la novela corta Bartleby (1856), en la persona del copista de una firma de abogados que abandona sus labores sin separarse de su lugar de trabajo (pues en un momento dado “prefiere” no hacer nada de lo que su jefe le pide), Herman Melville construye una inquietante figura de subversión estática. La resistencia pasiva del personaje trastorna las costumbres oficinescas, es como una bomba de melancolía puesta en el centro de eso que suele llamarse normalidad, pero el estallido semeja, más bien, a una vela que se apaga. “Oh, Bartleby”, se duele el narrador, que ha presenciado el derrumbe final del copista, “oh, humanidad.”
José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922) retoma de algún modo la figura de Bartleby y la masifica. El “no” lánguido abandona el espacio individual en que lo dejó Melville e implica, en la novela Ensayo sobre la lucidez (Alfaguara, 2004), a toda una ciudad: en una jornada electoral que podría calificarse como ejemplar por el número de votantes que acude a las urnas, un porcentaje altísimo y mayoritario opta por dejar las boletas en blanco. En términos de Melville ese gesto se traduciría como un “Preferiría no votar”.
Al principio el poder reacciona con un desconcierto análogo al del jefe de Bartleby (acostumbrado éste a que se respete su “jerarquía” dentro del reducido aparato social donde se mueve), y llama a nuevas elecciones. El porcentaje de “blanqueros” cambia, pero hacia arriba: pasa de un 73 a un 83 por ciento. Y el gobierno se cimbra, los funcionarios no saben cómo interpretar ese casi unánime espacio vacío, cuando las causas están a la vista, pues “si votaron como votaron era porque estaban desilusionados y no encontraban otra manera de expresar de una vez por todas hasta dónde llegaba la desilusión”.
Debe aclararse que el nombre de Bartleby no aparece en la novela, y si se menciona aquí es porque los paralelismos entre ambas ficciones son harto evidentes. La ciudad de Bartleby es la oficina, que él convierte en su espacio vital, en su residencia, hasta que, ante la imposibilidad de hacer que se vaya, el jefe traslada el despacho a otro edificio. Igualmente, el gobierno de Saramago decide abandonar la capital de ese país sin nombre, inquieto e incómodo por la blanca subversión que infecta a la metrópoli.
La autoridad imagina una gigantesca conjura internacional de desestabilización, de la que no tiene pruebas; o intenta señalar a grupos subversivos organizados que reiteradamente están obstaculizando la expresión electoral popular, mas no logra darle rostro a las acusaciones... Aunque eso no es obstáculo para que las fuerzas del orden actúen, pues si no hay culpables, se fabrican.
La situación es inédita, y el mosaico narrativo que se crea en torno a ella deslumbra por su crudeza. Reiteradamente, Saramago ha expuesto su crítica a lo que conocemos como democracia, pues él piensa que no lo es: el pueblo no gobierna en las democracias, lo hacen los grupos en el poder, es decir los empresarios y las burocracias gubernamentales. El principio democrático tácito es que ese mando cupular no puede ser cuestionado. Tales ideas políticas del narrador tienen su traducción en la trama a partir de esa ocurrencia por hacer que toda una ciudad decida, sin líderes ni grupos que promuevan esa actitud, acudir a las urnas pero votar en blanco.
Confieso que abordé la nueva novela de Saramago con cierta desesperanza. Su ejercicio anterior, El hombre duplicado (2002), tiene también como percutor un hecho que podría considerarse inverosímil (la existencia de un doble idéntico al protagonista), pero su resolución no es afortunada. Daba la impresión que la prisa por entregar un nuevo libro lo había llevado a una salida fácil... Pero a este Ensayo sobre la lucidez, que continúa y cierra en cuanto a personajes y geografía su Ensayo sobre la ceguera (1996), lo domina un aliento mayor: el retrato social es amplio y detallado a un tiempo. Las discusiones de “gabinete”, por reales, son una caricatura precisa de lo que pasa en muchos gobiernos, sobre todo de ese sistema oficial de favores que se cobran y se pagan, se hacen y se retribuyen... Mas la novela va de la cúpula a la ciudadanía, y aunque ésta termina por ser aplastada muestra en el proceso una dignidad que no tienen quienes se dicen defensores de la democracia y que son, en realidad, una cuadrilla de burócratas aferrada a sus privilegios.

Julio 2004

martes, julio 06, 2004

LA GLORIA ESFÉRICA

Es posible idear un contexto celebratorio como el que se vivió en Grecia este fin de semana, luego del triunfo sobre Portugal en la Eurocopa, pero no aplicado al balompié sino a uno de sus mejores poetas. Pensemos que Constantino Cavafis ha realizado extraordinarias gambetas que cierra frente al arco con un verso donde se ufana de haber capturado, por breves instantes, la belleza perfecta. Los cronistas detallan el avance, se asombran del dribling metafórico y gritan en éxtasis al completarse la chute: las cuerdas líricas se estremecen. Quienes han seguido estos pases por la radio o la televisión, salen a las calles y corean al titán: “¡Ca-va-fis, Ca-va-fis, Ca-va-fis!”, como festejaron el domingo a Angelos Charisteas por su golecito de testa (incluido en la escena un discreto empujón al que lo marcaba). Del otro lado, es decir en la otra escuadra y en Lisboa, un solitario y melancólico Fernando Pessoa se refugia en la humedad de los vestidores y desde un balcón dice como para sí mismo: “No soy nada. / Nunca seré nada. / Sin embargo tengo en mí / todos los sueños del mundo”. Marcador: Pessoa 0, Cavafis 1.
De los escritores, sin embargo, no se puede tener una percepción tan clara de sus triunfos y sus fracasos. La fortuna crítica puede ser adversa o engañosa. Ocurre a algunos que no logran siquiera ver en vida una edición de sus creaciones; y sucede a otros que cualquier cosa que sale de su pluma es publicada y celebrada... Pero al primero se le rescata veinte o treinta años después de su muerte; y al otro se le olvida, sus libros no logran ser reeditados o tienen la tumba empastada de unas “obras completas” que nadie consulta.
En el futbol si alguien anota veinte goles en un torneo, esos tantos son inequívocos: ahí están. Si un ariete tiene una mala temporada, hay registro de ello y testimonio de los aficionados. Se sabe bien quién funciona y quién no. Con los escritores, insisto, no parece haber modo de tener una percepción tan clara. Hay quien hace un mal libro pero se agencia buenos padrinos o cae bien a los editores: se le organiza entonces una gran campaña de publicidad o se le consigue un premio internacional, con presentaciones de libros muy vistosas, y da entonces la impresión de que ganó el campeonato. O hay quien tuvo un buen torneo de debut y después ya no pudo ni atinarle al esférico. El truco mediático suele ser efectivo por algunos meses o incluso por años (pues el autor se establece como figura pública), pero si se le observa con detenimiento, y sobre todo si se le lee, no hay modo de que el engaño permanezca. Mas, ¿cómo saber en qué territorios se anda?
Cuando recuerda cómo fue que obtuvo el premio de novela Seix Barral con Los albañiles, Vicente Leñero se detiene en tres puntos. Uno: el editor al que presentó el original fue quien propuso el libro al concurso. Dos: éste lo entregó ya vencido el plazo de la convocatoria. Y tres: al parecer los jurados no tuvieron tiempo de leerlo y se fiaron de la opinión del editor mexicano, con quien además Seix Barral tenía intereses comerciales. Don Joaquín Díez Canedo le dijo a Leñero, que se sentía ya una gloria nacional, algo como lo que sigue: “No crea que la novela gustó mucho en España, si ese premio se lo di yo”, con lo que lo bajó a la tierra.
En estos tiempos en que las grandes empresas editoriales dominan el mercado es sencillo fabricar, para seguir con la relación futbolera, falsas coronas. La calidad de la obra pasa a segundo término. La maña está en cómo se le promocione, pues se trata de que al escritor se le conozca no de que se le lea.
Así, por ser la sociedad literaria un terreno pantanoso, de algunas preguntas debemos retardar su respuesta: ¿Quién es el Oswaldo Sánchez de la poesía mexicana? ¿Y quién el Cuauhtémoc Blanco de las letras patrias? ¿Serán Jorge Volpi, Ignacio Padilla y Cristina Rivera Garza, por mencionar a tres autores con presencia internacional, los “galácticos” de nuestra narrativa? ¿O quienes en verdad están anotando lo hacen calladamente, en editoriales pequeñas o en manuscritos que permanecen inéditos, es decir entre la cascarita y el llano? Y, por último, ¿valdrá la pena salir alguna vez por uno de ellos a celebrar al Ángel?

Julio 2004