lunes, abril 19, 2004

EL PARTO DE LOS MUERTOS VIVIENTES


Si alguien quisiera indagar en los orígenes del gore, podría asomarse al canto noveno de la Odisea de Homero, donde Ulises y sus compañeros quedan encerrados en la cueva del cíclope Polifemo. Narra el héroe que el poderoso monstruo, dando un salto, “sus manos echó sobre dos de mis hombres, los cogió cual si fueran cachorros, les dio contra el suelo y corrieron vertidos los sesos mojando la tierra”. Luego, en “pedazos cortando sus cuerpos dispuso su cena: devoraba, al igual del león que ha crecido en los montes, sin dejarse ni entrañas ni carnes ni huesos meolludos”. Los que son testigos del acto, del todo impotentes ante la masacre levantan sus manos en plegaria a Zeus.
Por su gran fuerza, el cíclope de Homero no teme a nada y nada razona. Sólo es guiado por sus instintos. Luego de haber satisfecho su apetito, se acuesta entre las reses para dormir el sueño de los justos.
Esta escena pudo haberla filmado George Andrew Romero (Nueva York, 1940) para incluirla en una de las cintas de la trilogía de los muertos vivientes o en alguna otra de sus incursiones en el cine de horror: tiene los elementos que el director aprecia en su vocación a lo sangriento. Sus muertos vivientes no gozan de esa suerte de descanso que sí tiene el cíclope: para no sentir dolor, ellos necesitan devorar al otro, al que está vivo. Y el alivio es sólo momentáneo: querrán siempre sangre fresca, sesos frescos, e irán en línea recta en la busca de los alimentos terrestres. El único modo de curarlos, y de salvarse, es disparar o golpear a la testa (que es, valga la expresión, su talón de Aquiles) y hacer con los restos enseguida una fogata. El fuego eterno esta vez sí los consumirá. Aunque habrá otros muertos que saldrán de sus tumbas y vendrán por nosotros; o habrá quien, mordido por ellos, sea convertido en muerto viviente.
En Le cinéma fantastique et ses mythologies (Les Éditions du Cerf, París, 1970), Gérard Lenne recuerda que los muertos vivientes de Romero son a la vez zombies (pero dotados de voluntad propia) y vampiros (pero que no repudian el canibalismo); por lo tanto, apunta, son “en todos sus aspectos contrarios a las reglas”. Lo que los mueve, ya se dijo, es una necesidad, e incluso podría asegurarse que lo que los lleva al otro, a devorar al otro, es un “deseo”. Además, la mordida es una vía para crear iguales: la insatisfacción es contagiosa.
No es casualidad que el año de la primera película de la trilogía (Night of the Living Dead) sea 1968, y que ésta pueda ser vista como una metáfora de lo sucedido durante esas notables jornadas de protesta en Europa y América... Metáfora grotesca donde lo aparentemente olvidado y enterrado irrumpe en esa cotidianidad plácida de los vivos murientes. Podría asegurarse que en los filmes de Romero lo que se resquebraja es “the american way of death”, el modo de muerte norteamericano.
Ya se sabe que el sistema de producción hollywoodense tiene la obsesión del final feliz, y ese fue uno de los puntos principales en el ataque de Romero. Ocurre así: el último sobreviviente es un hombre “de color”, con el que el espectador ha llegado a identificarse a pesar de los prejuicios de una cultura WASP; mas al acercarse quienes podrían rescatarlo, el “negro” es confundido con los muertos vivientes y acribillado a balazos. En las secuelas, la posibilidad de un final tranquilizante también se cancela.
En 1968 había un contexto propicio para convertir a Romero en un director de culto. Se le identificó como un luchador por la integración sexual y étnica, pro-feminista, amigo de los homosexuales, antimachista y escéptico en cuanto a las virtudes del capitalismo. Él persistió en su modo de mirar las cosas, pero el público mayoritario fue encontrando antídotos contra su virulencia. Sin gran suerte en taquilla, diez años más tarde estrenó Dawn of the Dead (El amanecer de los muertos vivientes, 1978), y luego cerró la trilogía con Day of the Dead (El día de los muertos vivientes, 1985), para abrir paso, en los años noventa y en el presente (como productor o guionista), a la posibilidad del remake: en 1990 un maestro del maquillaje, Tom Savini, estrenó La noche de los muertos vivientes; y en 2004 apareció en cartelera un revolucionado Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead), del debutante Zack Snyder (en la que el mismo Savini, por cierto, aparece como sheriff). Habría que esperar otro Day of the Dead para que la trilogía vuelva a cerrarse.
Para el nuevo Amanecer de los muertos se siguió la pauta marcada por Romero: el gasto fuerte no se hizo en los actores, en su mayoría desconocidos, sino en el maquillaje y los efectos especiales. Si en 1968 los que salían de sus tumbas tenían movimientos torpes, ahora parecen atletas; todo ocurre más rápido, y para ello el soundtrack acude a un rock pesado y vertiginoso que da ritmo a la acción.
Como en la cinta original un grupo de sobrevivientes se refugia en un mall, que se ve cercado por los muertos. “No sabemos si se acercan al centro comercial por costumbre”, dice uno de los personajes, “o porque saben que estamos aquí y vienen por nosotros.” Son “consumidores”, pues, en el más amplio sentido de la palabra.
No obstante la escena que podría ser más brutal, la de una muerta viviente en el acto de parir, es acaso simplificada... y se convierte en un guiño no del todo efectivo a El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski. Experiencias cinematográficas contrarias: en Polanski el horror debe ser imaginado; en la obra de Romero y sus continuadores, lo que se ve es un carnaval horrífico y sangriento, extraordinaria y brutal fiesta gore.
Dos círculos se cierran: el feroz cíclope devora a los vivos murientes, y Homero reencarna en George A. Romero.
CRISIS DE LA CULTURA MEROL


Una curiosa marcha se llevó a cabo el viernes 16 de abril por las calles del Paseo de la Reforma, en el tramo que va del Auditorio Nacional hacia Prado Sur, cruzando el Periférico: la formaba un grupo variopinto de jóvenes cuyos rangos iban de estudiantes del colegio Madrid a alumnos ceceacheros. Es decir: protestaban juntos tanto los “niños bien” como la “banda”. Escuetamente, los diarios registraron el hecho; algunos estimaron la cifra de manifestantes en 50, otros en 300. Digamos, pues estuve ahí (como acompañante pero también como simpatizante), que fueron alrededor de 250. ¿Qué los unía? Dos semanas atrás una estación de radio dedicada al rock había sido cerrada; a partir de los primeros días de mayo, el 98.5 de la frecuencia modulada será ocupado por programas informativos que conducirán personajes de la televisión comercial.
Los jóvenes que protestaron, y que llaman a otra marcha para el viernes 30 de abril, tenían razones para estar molestos ante el cierre de Radioactivo. Para el asiduo resultó inverosímil enterarse el viernes 2 de abril que una estación que funcionaba tan bien de pronto se acabara. La noticia empezó a correr por la mañana, en el programa “Finíssimo”; y el resto de la jornada los locutores transitaron entre reflexiones y ritos de despedida. A media tarde, en el “Destroyer” se escuchó “The end”, la canción que cierra el Abbey Road de The Beatles y que concluye con esta línea: “El amor que tú das es igual al amor que recibes”. En su horario vespertino, Olallo Rubio optó por The Doors y aquel largo tema apocalítico: “Este es el final, mi único amigo el final”.
Una de las banderas de Radioactivo era su rechazo a la “payola”, ese muy extendido acto de corrupción que consiste en que las disqueras paguen a los programadores un salario informal (o sobresueldo) para que repitan durante el día, y hasta el cansancio, sus novedades musicales. A fuerza de insistir, melodías mediocres terminan por ser memorizadas por el gran público y se convierten en “éxitos”. Los locutores de Radioactivo se ufanaban de guiarse por el gusto y por su cultura roquera, no por los dictados de un mercado afecto a la chatarra. En una época tan corrupta como la actual, esa sola postura bien vale un reconocimiento.
Por Radioactivo se supo en México de grupos como The Strokes o The White Stripes. Además de buena música, había espacios para el humor (con los juguetes radioactivos, en los que aparecieron el Amo del Merol, la Barbie Condechi y la Terminatrix PMS), el reportaje social (el programa “Data”, los lunes por la noche) o la nostalgia (los domingos se retransmitía “Kalimán, el hombre increíble”). Se organizaba anualmente un concurso de cortometrajes de 9 minutos con 85 segundos, con jurados como Alejandro Jodorowski y Juan Carlos Rulfo; la estación participaba en conciertos y ciclos de cine...
Si alguien imaginara una buena estación cultural, debía tomar a Radioactivo como modelo. ¿Por qué desaparecerla entonces? ¿Por qué sustituir ese espacio musical honesto e informado por voces opinativas que ya están en otros lados?
Para los jóvenes, la desaparición de Radioactivo implica perder a un amigo inteligente y respetuoso, de gran conocimiento musical, buen humor, confiable, con el que se podía conversar a lo largo del día sin hartarse. Un viernes, por decisiones empresariales, ese compañero se despidió. Hay quienes piensan que todavía hay tiempo para el regreso. Por eso protestan en el Paseo de la Reforma; o recopilan firmas por internet. Por eso se reúne la “banda” con los “niños popis”, en comunión radioactiva, para rechazar la pérdida de un espacio para ellos entrañable. Los locutores de la estación deben sentirlo ahora: el amor que tú das es igual al amor que recibes.

Abril 2004